martes, 7 de diciembre de 2010

El idioma de Félix Díaz (por Horacio González)

ESPACIO DE CARTA ABIERTA. CÓRDOBA

Asistí a la conferencia de prensa que ofreció Félix Díaz, representante de la comunidad qom de Formosa. Escuchamos allí la vasta crónica de un sufrimiento que se arrastra a lo largo de la historia argentina. Precisamente, Félix Díaz pronunció pocas veces la palabra “Argentina”, pero cuando lo hizo se podía notar un matiz de angustia, de severidad pero de serena expectativa. Sería bueno que más dirigentes políticos, que más periodistas –hubo muchos, pero la conferencia no salió mucho en los diarios–, que más militantes de los grupos sociales y estudiantiles, hubieran escuchado ese modo de pronunciar el nombre que decimos muchas veces, sobre todo en el Bicentenario. “Argentina”. El matiz con que lo pronuncia Félix Díaz, inexistente en los lenguajes habituales del ciudadano rápido y del político ocupado (pues inventamos dialectos secos y sarcásticos para nuestras confrontaciones), me resultó profundamente conmovedor.

Ante el pulular de las cámaras, en la típica escena de captura nerviosa de imágenes, recordó los bosques, los cursos de agua y los pajaritos. Con una morosidad y un castellano perfecto, que es difícil escuchar entre nosotros, iba relatando paso a paso un hondo drama nacional. Los asesinatos de los habitantes de las comunidades indígenas no han cesado, eran muy graves cuando ocurrían en masa, en tiempos no tan lejanos, pero no son menos graves ahora, cuando actúan las tramas policiales que los ven como enemigos encarnando una ajenidad absoluta. Los gritos de los esbirros, “indio de mierda, te voy a matar”, eran recreados por Félix Díaz con una dicción perfecta, sin rastros de exaltación ni de rencor, para contar una tragedia, tal como lo habrían hecho los grandes relatores de la antigüedad, un Esquilo del río Bermejo.

“Aprendí castellano para decir estas cosas”, afirmó en una emocionante confirmación del valor de los idiomas cuando están cercanos a la justicia. El castellano de este hombre sensible y que anda con su hondera es tan nítido como vigoroso en su recuerdo de los orígenes de una lengua. Hablamos un castellano atravesado por certezas ya calcificadas y con muchos derechos ya conquistados. Lo hablamos bien o mal, pero con suficiencia, latiendo en su trasfondo indisfrazable muchas notas de encono y desafíos desdeñosos. Pero aquí no, Díaz hablaba de cosas graves con la lengua cercana a la justicia, al reclamo de vida y de respeto, entregando una escena primordial del modo en que se formaron los lenguajes del mundo. Lado a lado del derecho a formar una comunidad libre.

No es que no sepa de violencias. Su hondera para cazar pájaros, a la que se refirió varias veces, es un instrumento de caza y de autodefensa. También el lenguaje de Félix Díaz se halla cercano a la vida agreste, abrupta, inconsolable. Pensemos a estos pueblos, con estos dirigentes tan sutiles, como pueblos de la hondera, la tecnología ruda de los ancestros de la humanidad. Pero cuando dice “hondera” surge una verdad de lucha dicha con una calma que es la del hombre justo, no la del guerrero. Los pajaritos son signos de la naturaleza, vitalidad del bosque y también alimento. Esta áspera ambigüedad de las cosas es dicha con una serenidad que nuestras formas de detectar lo ambiguo ya ha perdido.

Piden tierras al país en que viven, en el país en que viven, y por el país que han aprendido a hablar en un idioma que los constituye no sólo en esa destreza idiomática, sino en una reivindicación que no tiene astucias ni laberínticas peripecias. Son tierras que les pertenecen. Lo dicen los papeles. Lo dice la misma historia nacional. Saben de qué se trata pues hablan de negociación y diálogo. Pocas veces he escuchado pronunciar la palabra negociación sin que me pareciera un término vicario, sumiso o taimado. “Indio de mierda, te voy a matar” es una aseveración que también habita el repliegue oscuro de la historia argentina. Toda una literatura encumbrada quiso exorcizarlo. Ni Echeverría ni Hernández ni Mansilla aceptaron ese grito, pero no supieron cómo apartarlo para siempre. Grito ancestral de una veta repudiable de una formación nacional, Félix Díaz habla de ella con profundo dolor, pues surge del país que es el suyo y que demasiadas veces ha entumecido la capacidad de escuchar el modo en que puede ampliarse hacia zonas más ricas de la justicia social.

El modo de usar la lengua argentina es una inflexión sugestiva que nace de los idiomas guaycurúes subyaciendo en su milenarismo lleno de quebraduras insondables, pues conoce el desprecio ajeno y las formas de injuriar propias que son la vida interior de toda lengua. No es una historia idílica, pues ninguna lo es. Pero en la expresión idiomática de Félix Díaz se halla no sólo la reivindicación de la tierra y la condena a la torpe represión, sino una promesa de ampliar la sensibilidad misma de la urdimbre cultural argentina. Cuando dice “criollos”, un tono de vacilación se apodera de lo que cuenta. Un leve acento de extrañeza sacude su relato, pues esos “otros” somos nosotros, a los que nos interroga con decisión y convencida ingenuidad, pues sabe que utiliza un término prestigioso por el que transcurre la leyenda central del país.

Ahí pone su interrogante, que si es atendido, es la propia autorreflexión de un país ampliando sus contornos y también sus contenidos. Jefe sereno, infortunado y perseguido, Félix Díaz sabe que cuenta con partes enteras de una formación nacional de la que conoce como nadie su lado hostil. Habla con respeto profundo de la Presidenta. Para miles y miles de argentinos, incontables espíritus desasosegados, imbuidos de la necesidad de los cambios que reclama la hora, un diálogo entre el idioma de Félix Díaz y el de la Presidenta de la Nación sería un acontecimiento capaz de recrear muchas dimensiones de la justicia, la razón y el idioma de los argentinos.
 
 
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Para pensar unos minutos

Las cosas no son necesariamente, naturalmente, como se plantea en lo cotidiano desde el aquí y el ahora. Formamos parte de una sociedad capitalista de predominio masculino, urbana, en etapa de consumo, y dependiente culturalmente de unos medios de comunicación de masas subordinados al imperialismo. El personaje normal, si la sociedad fuera otra, no tendría que ser necesariamente un varón, cabeza de familia, asalariado, con una mujer que cocina y cuida de la ropa, y con un televisor que pasa telefilmes norteamericanos.

El hombre empleado, trabajador asalariado, padre de familia, señor, don, hombre, etc., queda, en su nombre, condicionado por una red de relaciones sociales que lo hacen llamar de distintas maneras, más allá de que sea la misma persona.

Pero estas costumbres que se ven en esa persona, desde sus actividades personales, laborales, afectos y sentimientos, no son de carácter natural, sino de condicionamientos de una sociedad que puede vislumbrarse en efectos y relaciones sobre sujetos integrantes de la misma, que nos reenvían una y otra vez, datos fundamentales de aquella sociedad.

Las cosas podrían ser –para bien y para mal- distintas. No podemos entender cómo trabajamos, consumimos, amamos, nos divertimos, nos frustramos, hacemos amistades, crecemos o envejecemos, si no partimos de la base de que podríamos hacer todo eso de muchas otras formas.

Lo que hacemos no es, sin embargo, “la vida”. Muy pocas cosas están programadas por la biología. No es preciso, evidentemente, comer, beber y dormir. Tenemos capacidad de sentir y dar placer, necesitamos afecto y valoración por parte de los otros, podemos trabajar, pensar y acumular conocimientos. Pero como se concrete, todo eso depende de las circunstancias sociales en las que somos educados, maleducados, hechos y desechos. Qué y cuántas veces y a qué hora comeremos y beberemos, cómo buscaremos o rechazáremos el afecto de los otros, qué escalas y qué valores utilizaremos para calibrar amigos y enemigos, a qué dedicaremos nuestros esfuerzos físicos y mentales, son cosas que dependen de cómo la sociedad –una sociedad que no es nunca la única posible, aunque no sean posibles todas- nos la defina, limite, estimule o proponga. La sociedad nos marca no sólo en un grado de concepto de satisfacción de las necesidades sino una forma de sentir esas necesidades y de canalizar nuestros deseos.

“Nacer, crecer, reproducirse y morir”. De acuerdo, eso hacemos. Pero ¿acaso no importa cómo y cuándo nacés, qué ganás y que perdés al crecer, por qué reproduces y de qué, y con qué humor te mueres?


Extraído del texto de Joseph Vincent Marques: “No es natural”, en "Para una sociología de la vida cotidiana". Barcelona, Anagrama, 1996.