viernes, 18 de julio de 2014

Todo lo sólido se desvanece en la fluidez... Ignacio Lewkowicz

Ignacio Lewkowicz entrevistado por Luis Gruss

Todo lo sólido se desvanece en la fluidez...
Rosa Montero, la conocida periodista y escritora española, advirtió a los entrevistadores que deben estar muy despiertos durante cada reportaje que encaren. "Puede ser que esa sea la última vez que vean a esa persona", señaló con acierto. Yo no sabía, cuando una tarde más o menos reciente fui a dialogar con Ignacio, que esa iba a ser mi última oportunidad con él. Y debo admitir que no estuve tan despierto como Rosa Montero aconsejaba. No estuve, como se dice, a la altura de las circunstancias. Me llamó la atención, eso sí, la manera que tenía el hombre de responder a mis preguntas. Me sorprendió porque antes de contestar el tipo reflexionaba, una actitud para nada habitual en los diálogos periodísticos aún con pensadores, filósofos y gente acostumbrada al trabajo intelectual. Y, también, porque sus respuestas eran, por sobre todo, una andanada de nuevos interrogantes. Recuerdo, por ejemplo, que cuando le pregunté sobre la vieja idea de cambiar el mundo esa que él y yo y tantos sosteníamos en otras épocas, me replicó: "¿es que acaso existe, entre tantas situaciones disímiles que vemos ahora, una cosa única y sola llamada mundo?". Yo, medio en broma medio en serio, y aún sin abandonar del todo mi estado de somnolencia (la entrevista se concretó a la hora de la siesta) deslicé: "entonces no hay futuro". Y él, casi susurrando, respondió: "lo único que sabemos del futuro es que será distinto al presente". Lo que sigue es apenas una parte de la entrevista original. Le quité aquellos tramos demasiado vigentes entonces y que hoy perdieron interés. Entiendo que leer una entrevista a alguien que ha muerto es algo por lo menos extraño. Las palabras quedan saltando como restos vivos de un naufragio. Uno las mira casi con la misma angustia del que se ve en un espejo que ha reflejado a una multitud de seres que ya no están. Aceptemos, entonces, que este reportaje es un espejo antiguo donde todavía resuenan voces e ideas que creíamos para siempre apagadas.

L.G. Escribiste hace poco que la noción de crisis -concebida como un modo de transitar hacia otras formas de organización o de desorganización de la experiencia- ya no alcanza para concebir el grado de radicalidad de cierto nuevo modo de ser y existir. Incorporaste entonces el concepto extremo de catástrofe. ¿A qué te referís exactamente con la nueva denominación?
Llamo catástrofe no sólo al derrumbe de todo un conjunto de instituciones, no sólo a la caída, sino al desfondamiento del suelo sobre el cual el edificio social se apoya; es algo así como el advenimiento de la era de la fluidez, lo cual no significa que todo sea calamitoso, es, sí, un cambio muy drástico en las condiciones de experiencia. En medio de esa circulación surgen cohesiones, no es pura dispersión, hay fenómenos de aglutinamiento absolutamente sorprendentes. Hablo de fenómenos que resultaban imposibles de concebir en el medio sólido.

Por ejemplo cuáles.
Hablo, por ejemplo, de todo el entramado que se organizó alguna vez entre nosotros. Hablo de los cacerolazos, de las asambleas de barrio -ya en vías de extinción-, de la relación entre vecinos y la ocupación y puesta en funcionamiento de las fábricas abandonadas. Esas fábricas que de repente pertenecen más al barrio que al gremio o a una clase; es como si en el medio fluido se pudieran producir conexiones entre puntos que estaban muy lejanos y a su vez se pudieran producir separaciones entre puntos que estaban como soldados.

Hablás de la era de la fluidez.
Para mí lo propio del medio fluido es que la conexión entre dos puntos cualesquiera es siempre contingente: nunca está asegurada. Como las parejas, como la vida, como todo. De repente en una reunión barrial a alguien se le ocurrió que una compra comunitaria los podía poner en contacto con un conjunto de verduleros pero también que los podía contactar con los que suelen estar de guardia en el hospital los domingos y que se puede armar un hilván muy fino pero decisivo. Son ámbitos muy distintos que por razones equis se cohesionan; el agrupamiento se da por problemas compartidos y no porque todos estábamos encuadrados. Lo que tenemos en común es un problema y no una identidad.

La lectura que estás haciendo de algunos hechos que los argentinos vivimos a partir de diciembre de 2001 parece diferir de la visión marxista, clasista, convencional.
Es posible. Pero si vamos a hablar del marxismo hagámoslo en serio. A mí me impresionó mucho cómo después de las revoluciones de 1848 Marx decide volver a pensarlo todo de cero. Un amigo mío dice que la diferencia fundamental entre los intelectuales franceses, italianos y nosotros es que ellos toman sus coyunturas como grandes temas de pensamiento. Y nosotros también, tomamos sus coyunturas como grandes temas de análisis. O sea: miramos siempre hacia fuera y jamás hacia adentro. La coyuntura crítica que atravesamos en la Argentina hace unos años obliga a pensar las cosas de otro modo. Y ver cómo las coyunturas van cambiando el modo de pensar de quien las piensa. La experiencia post cacerolazo —también la de los piquetes- la post post dictadura, es una serie de experiencias de cohesión, agrupamiento y pensamiento que realmente nos provoca y nos conduce a pensar las cosas de otro modo.

¿Proponés que cerremos los libros por un rato?
Me da la impresión de que cuando uno pasa a lo real la biblioteca se calla. Mejor ponerse a pensar de nuevo al pie de lo que pasa y no al pie de la letra. Eso por un lado es una bendición (porque pasan cosas) pero por otro lado es una maldición (porque vuelve obsoleto todo lo habías pensado antes). Daría la impresión de que la acción instituye una subjetividad nueva, distinta a la que estaba. El piquetero de hoy no lo era ayer, el que sale a la calle reclamando más seguridad o empleo o mejores hospitales no hacía eso en otros tiempos. Muchas madres de Plaza de Mayo eran, antes, simples amas de casa, sin mayores preocupaciones sociales o políticas.

¿Cómo entran en esta perspectiva los nuevos relatos históricos? ¿No podríamos inferir acaso que la tuya es una ficción orientadora, una más entre tantas?
Esa pregunta no admite una única respuesta. Yo podría decir que históricamente las ficciones que toman los hechos constitutivos los hacen devenir como tales. Es como si las ficciones generaran el objeto y le dieran un sentido. Pero realmente no sé si el modo actual de producir sentido es vía el relato y la ficción. No sé si en medio de la fluidez no cambia decisivamente el modo de producción de sentido. Me parece que el cambio es más drástico que el cambio de un relato por otro. Yo veo más el pasaje de una producción de pensamiento en términos de relato a una producción en términos de situaciones, lo cual para el historiador es un garrón atómico. Nosotros somos más relatores que el gordo Muñoz. Pero desde el punto de vista ya no del oficio sino desde la percepción de una novedad, es interesantísimo. En ninguna de las situaciones actuales se arma un gran relato que le de sentido a la situación vigente. Los relatos surgen más bien desde la gente misma, y pensando, que al revés. Es como si se pensara de este modo: dado que no sabemos adónde vamos, no tenemos por qué saber de dónde venimos. Apenas tenemos que pensar en dónde estamos.

¿Cambia también, en este contexto, la función del historiador?
La función del historiador... Admitamos que los historiadores nunca fuimos demasiado imprescindibles. Ahora, existe una función que yo descaradamente quiero copiarle a Marx que es la de, metido en un movimiento, pensar qué es lo que está activo y qué está agotado. Armar una historia no para establecer la secuencia del origen sino para cortar con ese origen y ver qué se produce como novedad. Marx ha estado siempre tratando de ver qué sigue vivo y qué está agotado. Historizar es dejar caer. Hay una frase con la que empieza el 18 Brumario que todo el mundo cita: Hegel dice que los hechos decisivos de la historia ocurren dos veces. Marx dice que Hegel se olvidó de anotar que si bien es así, la primera ocurre como tragedia y la segunda como farsa. A mí me da la impresión de que Marx, cuando se pone a hacer historia, trata de evitar que se produzca la segunda como farsa, evitar que opere el poder represivo de la tradición o la repetición. El dice: el peso de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de las generaciones vivas. Y que hay que hacer historia dejando caer. Y conseguir que la novedad se instituya no por su procedencia sino por el modo en que está tramada hoy. En ese sentido toda esta dispersión de fenómenos que vemos en el mundo de hoy lleva a pensar cómo se construyen hoy esos sucesos. Ponerse a pensar de dónde vienen esos fenómenos, en cambio, es, a mi entender, perder el tiempo.

Cuando las asambleas barriales aún estaban vivas, algunos investigadores, pienso por ejemplo en José Pablo Feinmann, se animaron a intentar comparaciones con la asamblea ateniense. ¿Fuiste parte de ese grupo?
No tanto. Pero es verdad que mi pensamiento pasó por el mundo griego. Yo creía que sabía mucho de este tema porque estudié durante largo tiempo la dinámica de la asamblea ateniense (pese a que hice mi tesis sobre Esparta). Es interesantísimo porque los griegos inventan a la vez, en el mismo siglo, la política democrática, la tragedia, la historia y la sofística. Son como distintas herramientas para pensar una subjetividad políticamente libre. Durante mucho tiempo pensé la política de asamblea en términos de democracia directa frente a la representativa. La asamblea ateniense, cuando se reúne, es soberana ya que no existe poder alguno, en el cielo y en la tierra, que pueda decirle qué puede y qué no puede hacer; el estado siempre me había parecido como una condición externa que limitaba el poder de las asambleas. Lo que trabajosamente me di cuenta en tiempos de las asambleas barriales es que aquí el estado no sólo limitaba el poder de las asambleas diciendo esto se puede y esto no. Las limitaba más cuando las asambleas se dirigían al estado como el interlocutor principal, es decir, que una cosa es que no haya ningún poder sobre la asamblea y otra cosa es que la asamblea no cuente con ningún órgano de ejecución distinto a ella misma. Para mí lo más importante es que la gente reunida, si realmente quiere pensar libremente, prescriba solamente tareas que pueda cumplir.

¿Por qué pensás que el fenómeno asambleario terminó prácticamente deshecho?
Permitime, antes, hacer una digresión. En todos los libros de historia la idea de polis se traduce como ciudad-estado. Nuestras categorías políticas modernas están acostumbradas a distinguir entre sociedad y Estado, y entonces quieren reconocer en la polis esa diferencia, por eso dicen que están fusionadas. El Estado aparece en el ocaso de la Polis. Aristóteles dice: pasamos de la soberanía del demos a la soberanía de la ley, es decir, hay una ley por encima del demos. Ahí es donde la asamblea se autolimita en nombre de un poder trascendente. Pienso que acá las asambleas se empezaron a debilitar cuando comenzaron a postular tareas que no podían cumplir: repudiar el Fondo Monetario, declararse contra el hambre como si se tratara de soplar y hacer botellas, convertirse en virtual fuerza política, en fin, tareas todas que no estaban pensadas desde la asamblea y que, por otra parte, eran irrealizables en ese marco.

¿Y aquella idea tan atractiva y frustrada de que se vayan todos?
Yo creo que una de las tareas que en su momento se dieron las asambleas fue interpretar qué significa el que se vayan todos. Podían por un lado pensar que ese lema es objetivo y literal: tenemos la lista de los que se tienen que ir. Hay otra interpretación según la cual la consigna resulta sumamente ambigua. Entonces le deja al que la enuncia la libertad de darle un sentido y sostenerlo. Por ejemplo hace un tiempo vino de Ernesto Laclau una interpretación lacaniana: él decía que esa consigna llama al totalitarismo; el todos es imposible porque hay al menos uno, lacanianamente, que se exceptúa del todos. Sin embargo la consigna decía también "que no quede ni uno solo". Mejor sería considerar que todos ya se han ido de nuestra subjetividad. No son los usurpadores de un lugar potente: ese lugar se disolvió en el fluido. Y lo que hay de potencia es lo que está en la gente misma, no está en otro lado. Lo deseable sería que el estado cayera como condición subjetiva del pensamiento político; a partir de eso se pueden tramar otros lazos, otras potencias. Pero si alguien soñaba con que las asambleas o cualquier otra entidad por el estilo hubieran sustituido al estado, ese tipo sabe muy bien cuán perdido estaba. Una cosa es que los movimientos populares sean recipiente de nuestra ilusión. Muy otra es que sean un espacio habitable en el cual uno pueda devenir otro con otros.

¿A qué te referís con la idea de espacio habitable?
Hace poco, con un arquitecto, sacamos un libro titulado Arquitectura plus de sentido. La idea que planteábamos ahí es que un espacio es habitable solo si pasan dos cosas: el que lo habita se altera por habitarlo y el espacio se altera por ser habitado, o sea, si permite deformaciones de los dos lados. Por eso me parece que los espacios que aparecieron después del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron espacios habitables como no lo fueron los partidos, como no lo fue el Estado, como no lo fueron las organizaciones sindicales y ningún organismo ya constituido.

¿No estás idealizando a un movimiento acabado? Convengamos que ya no queda casi nada de nuestro pequeño Mayo Francés.
A ver: mi impresión es que, una vez desvanecido el Estado, nosotros pasamos a oscilar entre momentos muy intensos de encuentro y momentos muy desoladores de aislamiento. Antes de la oleada neoliberal no tuvimos colectivamente momentos tan grandes de desolación. Pero tampoco tuvimos estos momentos de encuentro en que uno siente que la cabeza nos funciona a mil. No recuerdo quién dijo que nada nos angustia tanto como la velocidad con la que se nos escapa el pensamiento. Y a mí a veces me da esa impresión: se piensa más de lo que mi cabeza puede pensar. La gran lección que nos dejó Heródoto, el primer historiador, es que el investigador está obligado a registrar lo que no comprende. Eso es lo opuesto a la actitud militante que consiste en anotar solamente aquello que se entiende y se aprueba y borrar todo aquello que no se entiende y no se aprueba.

¿Puede esbozarse una teoría de lo ocurrido aquí?
Prefiero pensar que no. No hay, por ejemplo, una teoría del piquete o de lo que fueron las fugaces asambleas de barrio. Son, o en algún caso fueron, formas indeterminadas, no consagradas como la huelga o las marchas de protesta. La gran provocación que ese movimiento le puso a las teorías es que lo que ocurre está absolutamente abierto; yo recomendaría a los intelectuales como yo que cierren los libros por un año, digo, una especie de default bibliográfico. Los libros esperan siempre. Mejor meterse en el movimiento de pensar con lo que se está pensando y no tratando de aplicar una teoría. Es como si algo de la vanidad intelectual estuviera saludablemente cayendo.

¿Sirve el marxismo hoy como instrumento de análisis?
Creo que ya le sacamos demasiado jugo a esos libros con barba; los leí, los conozco, los tengo en cuenta. Pero hay algo del pensamiento avaro que quiere conservarse frente a las circunstancias cambiantes. Y yo tengo la impresión de que el marxismo ya devino sentido común, las ideas de lucha de clases y plusvalía ya están en el lenguaje. Yo no necesito leer a Aristóteles para pensar en la idea de sustancia y accidente: eso ya está incorporado por la cultura. Gramsci decía que el destino de la filosofía es inscribirse en el sentido común. El marxismo ya está inscrito en el sentido común; pero podría haber un empecinamiento en hacer valer las categorías de análisis nada más que para no sacrificarlas. Yo leí una carta de Marx, no sé a quién, donde dice que como no sabemos qué porvenir nos espera, lo único que nos queda es una crítica despiadada del presente. Y esa crítica no se asusta ni siquiera de sus propias conclusiones.

En algún momento el marxismo fue visto como la gran teoría de la historia y sus evoluciones.
Una cosa es pensar que el marxismo es una teoría de la historia y otra es pensar que el marxismo es el nombre bajo el cual se articularon algunas prácticas revolucionarias. Que el marxismo tenga vigencia como teoría de la historia sin articular prácticas de transformación no tiene el menor interés. Sería una vigencia teórica que al mismo marxismo no le interesaría en lo más mínimo. Sería un pésimo destino para un tipo como Marx que dijo que los filósofos habían interpretado el mundo cuando de lo que se trata es de transformarlo. Que el marxismo siga vigente para interpretar las realidades y no para transformarlas sería como decir que no sigue vigente. Sería, para decirlo con otras palabras, el síntoma de salud de una enfermedad incurable.

Vivimos en una época que, por momentos, también pareciera incurable
Habría que ver. Esta es una época donde, por un lado, hay condiciones ideales para la libertad de pensamiento en el sentido de que los grandes instituidos vacilan. Por otro lado, el grado de devastación es tal que uno no puede darse el lujo de no pensar. En una reunión reciente alguien dijo: "los chicos se mueren de hambre, no tenemos tiempo para pensar". Yo diría que justamente porque los chicos se mueren de hambre no podemos darnos el lujo de no pensar. Porque si se están muriendo de hambre es porque todas las recetas que teníamos resultan inoperantes. Entonces hay que pensar, no es un lujo es un instrumento de primera necesidad. El que en medio de la catástrofe no pueda pensar su vida cotidiana, su trabajo, sus afectos, lo va a pagar o con delirios o con el corazón el cuerpo- o viendo cómo se va desamarrando de los demás. Pensar juntos y no suponernos desde lejos; si hacemos esto último naufragamos.

Sería un pensamiento estéril.
Por supuesto. Yo siempre digo que un lugar donde se labura mucho es un laboratorio, un lugar donde se mea mucho es un mingitorio y un lugar donde se supone mucho es un supositorio. Y suponer mucho es no pensar. Por eso digo que hay algo de la teoría que hace suponer demasiado y percibir poco. Y ahí yo tengo la impresión de que lo que está sucediendo en la realidad real habla a los gritos. Y que si no se lo escucha es porque se le está prestando demasiada oreja a los libros ya escritos.

¿Coincidís con los que hablan de cambiar el mundo sin tomar el poder?
La idea está buena...Pero no creo que, pensada a fondo, exista una realidad llamada el mundo que sea modificable. Hay situaciones y en cada situación lo que cambia es la situación y la subjetividad que la habita. Después si uno quiere mirar la totalidad como mundo (colocado en el portal de Dios) y pensar en que se puede cambiar...No sé. A mí la idea de cambiar el mundo me parece demasiado estatal. Me parece más razonable y activo transformar las situaciones.

Cambiar la vida.
Ahí me gusta más. Porque, ¿qué interés tiene cambiar el mundo si no podés cambiar la vida? Los espacios habitables no cambian "el" mundo que es una entidad divina sino "un" mundo que es una entidad humana. En el pasaje de cambiar nuestra situación a cambiar el mundo estoy poniendo unas exigencias herederas del pensamiento estatal que me quitan el devenir, la posibilidad de transformarme transformando algo a mi alrededor.

¿Y la Argentina?
Lo más interesante de nuestra situación es que está indeterminada. También la cohesión de los pactos de poder está indeterminada. Hay un quiebre total en el pacto menemista de dominación. Si le sacás el mango al martillo que se cruza con la hoz queda un signo de interrogación. El sistema de negocios que era el menemismo estuvo ligado a la primera oleada neoliberal, la de las privatizaciones. Eso ya está acabado. Ese sistema de enriquecimiento basado en el desguace del Estado ya está agotado. Al menos esta vez la historia no se repite. Veremos qué sigue. Y entonces volveremos a pensar.

(Publicado en la revista Campo Grupal Nº 56 - mayo de 2004)

Es tiempo de precariedad

Entrevista a Zygmunt Bauman

Acuñador de una feliz metáfora sobre la contemporaneidad, la “modernidad líquida”, Zygmunt Bauman aparece hoy como uno de los más lúcidos pensadores de un presente convulso. Una entrevista y el análisis de su obra nos acercan al pensamiento de este sociólogo de origen polaco, un defensor de la esperanza frente al optimismo.


DANIEL GAMPER - 12/05/2004

Zygmunt Bauman (1925) nació en Polonia en una humilde familia judía con la que emigró a la Unión Soviética tras la ocupación nazi. Tras su paso por el ejército polaco en el frente ruso, fue profesor en la Universidad de Varsovia hasta que con motivo de una campaña antisemita emigró al Reino Unido en donde aún vive. Bauman no es un divulgador de la sociología, pero sus contribuciones a esta disciplina están caracterizadas por un afán ensayístico que no está reñido con el rigor. Autor de “Modernidad y holocausto”, su obra fue estudiada sobre todo en círculos académicos, y no ha sido hasta la década de los noventa que ha pasado a ser conocido y reconocido por un público más amplio a propósito de libros como “Modernidad líquida”, “Globalización”, “Trabajo, consumismo y nuevos pobres”.

Bauman no ofrece teorías o sistemas definitivos, se conforma con describir nuestras contradicciones, las tensiones no sólo sociales sino también existenciales que se generan cuando los humanos nos relacionamos, es decir, la vida misma.

Usted afirma que nuestra época es la de lo líquido, que vivimos en la modernidad líquida. ¿Por qué?

Durante mucho tiempo intenté captar los rasgos característicos de esta época y ahí surgió el concepto de lo líquido. Es un concepto positivo, no negativo. Como dice la enciclopedia, lo fluido es una sustancia que no puede mantener su forma a lo largo del tiempo. Y ese es el rasgo de la modernidad entendida como la modernización obsesiva y compulsiva. Una modernidad sin modernización es como un río que no fluye. Lo que llamo la modernidad sólida, ya desaparecida, mantenía la ilusión de que este cambio modernizador acarrearía una solución permanente, estable y definitiva de los problemas, la ausencia de cambios. Hay que entender el cambio como el paso de un estado imperfecto a uno perfecto, y el estado perfecto se define desde el Renacimiento como la situación en que cualquier cambio sólo puede ser para peor. Así, la modernización en la modernidad sólida transcurría con la finalidad de lograr un estadio en el que fuera prescindible cualquier modernización ulterior. Pero en la modernidad líquida seguimos modernizando, aunque todo lo hacemos hasta nuevo aviso. Ya no existe la idea de una sociedad perfecta en la que no sea necesario mantener una atención y reforma constantes. Nos limitamos a resolver un problema acuciante del momento, pero no creemos que con ello desaparezcan los futuros problemas. Cualquier gestión de una crisis crea nuevos momentos críticos, y así en un proceso sin fin. En pocas palabras: la modernidad sólida fundía los sólidos para moldearlos de nuevo y así crear sólidos mejores, mientras que ahora fundimos sin solidificar después.

¿Qué consecuencias tiene esta inestabilidad para la sociedad y los individuos?

El sentimiento dominante hoy en día es lo que los alemanes llaman “Unsicherheit”. Uso el término alemán porque dada su enorme complejidad nos obliga a utilizar tres palabras para traducirlo: incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad. Si bien se podría traducir también como “precariedad”. Es el sentimiento de inestabilidad asociado a la desaparición de puntos fijos en los que situar la confianza. Desaparece la confianza en uno mismo, en los otros y en la comunidad.

¿Cómo se concreta esta precariedad?

En primer lugar como incertidumbre: tiene que ver con la confianza en las instituciones, con el cálculo de los riesgos en que incurrimos y del cumplimiento de las expectativas. Pero para calcular correctamente estos riesgos se necesita un entorno estable, y cuando el entorno no lo es entonces se da la incertidumbre. Un joven decide estudiar con la esperanza de que se convertirá en alguien con unas habilidades que serán apreciadas por la sociedad, que será un miembro útil de la misma. Pero todos estos esfuerzos no dan ningún fruto, ya que la sociedad ya no necesita individuos con estas habilidades. En segundo lugar como inseguridad, y tiene que ver con el lugar social de cada cual, con las conexiones de los individuos (amigos, colegas, conocidos…), las afinidades electivas como Goethe y Weber las llamaban, con los individuos que seleccionamos de entre la masa para tener una relación personal con ellos. Para establecer estas relaciones son necesarias por lo menos dos personas, pero para romperlas basta con uno. Esto nos mantiene en un estado de inquietud, ya que no sabemos si a la mañana siguiente nuestro compañero habrá decidido que ya no quiere saber nada más de nosotros. El tercero es el problema de la vulnerabilidad, de la integridad corporal, y de nuestras posesiones, de mi barrio y de mi calle.

¿En qué medida la amenaza terrorista determina esta inseguridad?

El terrorismo es el último factor que se ha añadido para aumentar esta vulnerabilidad. Pero antes existía el miedo de la clase baja, el miedo del inmigrante que ha abandonado su tierra y ya no se siente acogido en ningún lugar. Esto lleva a las comunidades tipo gueto, encerradas en un muro que no permite la entrada de extraños. A esto hay que añadir el creciente número de pánicos a los que nos vemos sometidos: envenenamiento de las substancias, del aire, la comida, los cigarrillos. Lo que hoy es sano mañana puede ser tóxico, mortal. ¿Cómo es posible estar seguro de algo en un mundo así? Se confirma así la sospecha de que el punto neurálgico de la precariedad ha pasado a ser la vulnerabilidad.

Pero, ¿no encontramos ningún elemento estable en la modernidad líquida?

En la modernidad líquida la única entidad que tiene una expectativa creciente de vida es el propio cuerpo. La modernidad sólida confiaba en que más allá de la brevedad de la existencia humana se encontraba la sociedad imperecedera. ¿Quién diría algo semejante hoy en día? Yo mismo tengo 78 años y, sólo durante mi estancia en el Reino Unido, he vivido en cuatro sociedades completamente distintas y eso sin moverme del mismo lugar: eran las cosas a mi alrededor las que cambiaban. Así pues, yo soy el elemento más imperecedero de mi biografía. A este fenómeno lo denomino la crisis del largo plazo: el único largo plazo es uno mismo, el resto es el corto plazo.

¿Qué hemos ganado con el advenimiento de la modernidad líquida?

Libertad a costa de seguridad. Mientras que para Freud gran parte de los problemas de la modernidad provenían de la renuncia a gran parte de nuestra libertad para conseguir más seguridad, en la modernidad líquida los individuos han renunciado a gran parte de su seguridad para lograr más libertad.

¿Cómo lograr un equilibrio entre ambas?

No creo que nunca se pueda alcanzar un equilibrio perfecto entre ellas, pero debemos perseverar en el intento. La seguridad y la libertad son igualmente indispensables, sin ellas la vida humana es espantosa, pero reconciliarlas es endiabladamente difícil. El problema es que son al mismo tiempo incompatibles y mutuamente dependientes. No se puede ser realmente libre a no ser que se tenga seguridad y la verdadera seguridad implica a su vez la libertad, ya que si no eres libre cualquiera que pasa por ahí, cualquier dictador, puede acabar con tu vida. Todas las épocas han intentado equilibrar ambas. La idea del estado de bienestar y las iniciativas que propició en la segundad mitad del siglo XX, como, por ejemplo, la asistencia médica universal, surgen de una comprensión profunda de la relación entre seguridad y libertad. Ya lo dijo Franklin Delano Roosevelt: hay que liberar a la gente del miedo. Si se tiene miedo no se puede ser libre, y el miedo es el resultado de la inseguridad. La seguridad nos hará libres.

En los últimos años se ha concentrado en el concepto de comunidad. ¿En qué medida la seguridad va asociada a la idea de una comunidad cerrada?

Es necesario dejar claro que no puede haber comunidades cerradas. Una comunidad cerrada sería insoportable. Estamos demasiado acostumbrados a la libertad para no considerar que una comunidad cerrada sería como una prisión. Por otra parte, vivimos en un mundo globalizado y la comunidad no se puede crear artificialmente. La sentencia: “es magnífico vivir en una comunidad”, demuestra por sí misma que uno no forma parte de una comunidad, porque una verdadera comunidad sólo existe si no es consciente de que ella misma es una comunidad. La comunidad se acaba cuando surge la elección, cuando el hecho de formar parte de una comunidad depende de la elección del individuo. Nuestras comunidades actuales no son cerradas, sólo se mantienen porque sus miembros se dedican a ellas, tan pronto como desaparezca el entusiasmo de sus miembros por mantener la comunidad ésta desaparece con ellos. Son artificiales, líquidas, frágiles. No se pueden cerrar las fronteras a los inmigrantes, al comercio, a la información, al capital. Hace pocas semanas miles de personas en Inglaterra se encontraron de repente desempleadas, ya que el servicio de información telefónico había sido trasladado a la India, en donde hablan inglés y cobran una quinta parte del salario. No es posible cerrar las fronteras.

¿Entonces para qué sirve el concepto de comunidad?

Los científicos necesitan el concepto de experimento ideal. Efectivamente, un experimento así, en el que todo está controlado no es posible, pero la idea nos sirve de criterio para valorar los experimentos existentes. O la idea de justicia. No existe una sociedad perfectamente justa, ya que es imposible satisfacer las distintas visiones del mundo presentes en la sociedad. Pero sin la idea de justicia la sociedad sería terrible, sería el “todo vale”. Lo mismo vale para la comunidad, necesitamos la solidaridad que implica, el hecho de estar juntos, de ayudarnos y cuidarnos mutuamente. Somos seres humanos en la medida en que estamos en compañía de seres humanos, no basta con estar en presencia física de otros seres humanos, es necesaria la compañía. Si no existiera la idea de comunidad no consideraríamos que la falta de solidaridad es un error.

¿Cómo se forma y mantiene en la actualidad la solidaridad en las comunidades?

Hay expresiones ocasionales de solidaridad. Piense, por ejemplo, en lo que ha sucedido en España después del terrible atentado en Madrid. La nación se solidarizó con las víctimas. Fue una reacción mucho más bonita que la de los americanos después del 11-S. Ellos expresaron miedo y reaccionaron de manera individualizada, cada cual portaba la foto de su familiar o amigo fallecido. Aquí, en cambio, todos sintieron que una bomba contra cualquiera era una bomba contra ellos mismos. Por ello portaban pancartas en las que simplemente habían escrito de manera ostensible “NO”. Creo que la memoria de estos hechos permanecerá y que ejercerá alguna influencia, en forma de solidaridad, sobre la vida cotidiana. Pero uno nunca sabe lo que puede suceder. En mi anterior visita a Barcelona me impresionaron mucho las sábanas blancas en los balcones, las señales contra la guerra, esa tremenda expresión de solidaridad en toda la ciudad. Mi mujer se preguntó primero si es que en Barcelona todo el mundo hace la colada el mismo día, ya que al principio no podíamos entender lo que sucedía. Supongo que se trata de un modo específicamente español de reaccionar solidariamente. Pero en general, lo que sucede son expresiones ocasionales de solidaridad. A veces no por razones tan nobles como éstas a las que me he referido. Por ejemplo, llevo 33 años viviendo en Leeds, una área muy aburrida, gris, de clase media, en donde impera una indiferencia política absoluta. Desde que vivo allí sólo en una ocasión hubo cierta excitación política con manifestaciones, reuniones, distribución de panfletos y todo eso. El asunto en cuestión era la construcción de un campo de gitanos a cuatro millas de la ciudad. Eso también fue una expresión de solidaridad.

Entonces la solidaridad tiene tanto un sentido positivo como uno negativo.

Sí, eso es lo que sucede con la tendencia de las comunidades a cerrarse. La solidaridad se crea mediante una frontera: un interior donde estamos nosotros y un exterior donde están ellos. En el interior el paraíso de la seguridad y la felicidad, en el exterior el caos y la jungla. Eso es la comunidad cerrada. La palabra no tendría sentido si no implicara la oposición. Y por eso es muy bueno que no podamos construir la comunidad cerrada. Pero también es bueno que tengamos esta idea, ya que podemos discutir sobre el tamaño que debería tener la comunidad. ¿Debería ser tan grande como la de Kant, la “unión universal de toda la humanidad”? ¿O sólo la comunidad española? ¿O la catalana? Pero ninguna comunidad cerrada incluye a todo el mundo, ya que alcanza su totalidad en tanto que se aísla del exterior, del resto. Es bueno tener la idea de una comunidad que nos incluya a todos, e incluso diría que está en el orden del día. Yo no lo veré porque soy viejo, pero su generación puede acercarse a esa comunidad, ya que las alternativas son demasiado horribles como para pensar que se van a imponer. Nos debemos acercar a la comunidad de toda la humanidad o acabaremos matándonos los unos a los otros.

Pero ¿no apunta el mundo actual hacia lo contrario, hacia el unilateralismo de los Estados Unidos?

Cuando oigo esto siempre me viene a la mente un chiste irlandés: un coche se detiene y el conductor le pregunta a uno que pasa por ahí: “¿Cuál es el camino hacia Dublín?” Y el otro responde: “Si yo quisiera ir a Dublín no saldría de aquí.” Hay mucha verdad en ese chiste. Estoy de acuerdo en que éste es un mundo muy poco propicio para iniciar el camino, sería mejor otro mundo, pero no hay otro que éste. No podemos renunciar a llegar a Dublín sólo porque no estamos en el punto de partida idóneo. Tenemos, es cierto, este imperio mundial de asalto de los EE.UU. que no trabaja para conseguir una comunidad de toda la humanidad, sino que al contrario alimenta el terrorismo y el antagonismo y hace las cosas aún más difíciles. Yo no soy optimista pero tengo esperanza. Hay una diferencia entre optimismo y esperanza. El optimista analiza la situación, hace un diagnóstico y dice, hay un 25% de posibilidades etc. Yo no digo eso, sino que tengo esperanza en la razón y la consciencia humanas, en la decencia. La humanidad ha estado muchas veces en crisis. Y siempre hemos resuelto los problemas. Estoy bastante seguro de que se resolverá, antes o después. La única verdadera preocupación es cuántas víctimas caerán antes. No hay razones sólidas para ser optimista. Pero Dios nos libre de perder la esperanza.

Frágil el niño, frágil el adulto

Jueves, 4 de noviembre de 2004

Destituidas las instituciones que fundaban la infancia, sólo quedan los chicos: y el trabajo de vincularse con ellos es “casi artesanal, y seguramente angustiante”, según este ensayo que integra la brillante herencia intelectual de Ignacio Lewkowicz.

Por Ignacio Lewkowicz *

Toda institución se sostiene en una serie de supuestos. Por ejemplo, la institución escolar necesita suponer que el alumno llega a la escuela bien alimentado; la institución universitaria necesita suponer que el estudiante llega sabiendo leer y escribir. En definitiva, las instituciones necesitan suponer unas marcas previas.
Ocurre que las instituciones presuponen para cada caso un tipo de sujeto que no es precisamente el que llega. Siempre ocurrió que lo esperado difiere de lo que se presenta, pero hubo un tiempo histórico en que la distancia entre la suposición y la presencia era transitable, tolerable, posible. No parece ser nuestra situación. Hoy, la distancia entre lo supuesto y lo que se presenta es abismal. Por su conformación misma, la institución no puede más que suponer el tipo subjetivo que la va a habitar; pero actualmente la lógica social no entrega esa materia humana en las condiciones supuestas por la institución.
En estas condiciones es estratégico distinguir entre las instituciones y sus agentes. Lo que la institución no puede el agente institucional lo inventa; lo que la institución ya no puede suponer el agente institucional lo agrega. Como resultado de esta dinámica, los agentes quedan afectados y se ven obligados a inventar una serie de operaciones para habitar las situaciones institucionales. Si el agente no configura activamente esas operaciones, las situaciones se vuelven inhabitables. ¿Qué posibilidades tienen los agentes para, una vez desmontados los supuestos institucionales, instalar una subjetividad capaz de habitar las situaciones?
Hace algún tiempo, a partir de varias experiencias, construimos una metáfora para nombrar situaciones en que la subjetividad supuesta para habitarlas no está forjada: la metáfora del galpón. Un galpón es un recinto a cuya materialidad no le suponemos dignidad simbólica. La metáfora del galpón nos permite nombrar una aglomeración de materia humana sin una tarea compartida, sin una significación colectiva, sin una subjetividad capaz común. Un galpón es lo que queda de la institución cuando no hay sentido institucional: los ladrillos y un reglamento que está ahí, pero no se sabe si ordena algo en el interior de esa materialidad. En definitiva, materia humana con algunas rutinas y el resto a ser inventado por los agentes. Así como en tiempos del Estado-nación pasábamos de institución en institución, hoy, en ausencia de marco institucional previo, se permanece en el galpón hasta que no se configura activamente una situación. Pero eso ya no depende de las instituciones sino de sus agentes.
El libro Chicos en banda, de Cristina Corea y Silvia Duschatzky, fue escrito a partir de una investigación en escuelas marginales de Córdoba, durante la cual fueron apareciendo situaciones a las que era difícil dar sentido desde los supuestos institucionales. Detengámonos en una de ellas para pensar las operaciones en clave de invención. En una escuela primaria aparece un problema: muchos chicos van armados a la escuela. De algún modo, el problema presenta una condición impensable para la lógica institucional escolar: la condición armado es incompatible con la condición alumno. Pero el asunto no termina aquí: en el entorno de la escuela en cuestión, ir armado es una de las pocas maneras que tienen estos chicos de llegar enteros a la escuela. No es que el chico entra armado a la escuela para trasgredir el reglamento o para provocar algo, sino porque él está armado: el chico no va armado a la escuela, va a todos lados así, y las paredes de la escuela no establecen ninguna diferencia. Las paredes de esa escuela no establecen un interior, por eso es pertinente partir de pensarlas como paredes de un galpón.
Los chicos se presentan armados, ¿qué se hace con eso? Armado y alumno son incompatibles, pero sin la condición de armado el alumno quizás no llega a la escuela. La operación capaz de instalar algo de escuela en esas condiciones necesita desarmar a los niños, aunque sea durante su permanencia en el edificio escuela. Entonces aparece una posibilidad: poner un mueble, un armero para que los chicos dejen las armas al entrar y las retiren al salir. Esta operación es muy problemática desde cualquier punto de vista; sin embargo, configura un interior de la escuela.
Según la investigación, esta escuela se funda desde el armero y no desde los programas. La posibilidad de que haya escuela no se funda desde el reglamento o la currícula, sino desde esta operación que distingue un interior de un exterior. La escuela no está instituida por sí misma ni tiene potencia para generar la subjetividad capaz de habitarla. Pero, a partir de aquí y como resultado de esa intervención armero, se plantea otro problema: ¿la escuela no se hace responsable de los chicos afuera? Bien podría aparecer un periodista y preguntarle al director: “¿Es cierto que usted reparte a la salida armas a los chicos?”. Gran problema. Estamos frente a un ejemplo de destitución, pero también de instalación sobre los restos del naufragio de las instituciones productoras de la infancia. Ante este tipo de intervenciones, surgen nuevos problemas.
Ahora bien, bajos los efectos de estas situaciones, es muy difícil empezar a pensar en clave de dada esta situación y no de supuesta una situación. Sin duda no se trata de repartir armas a la salida de las escuelas. El asunto es que, en una situación, se configura una operación que permite habitarla o emerge una suposición que impide habitar. Gran diferencia subjetiva para docentes, padres y todas las figuras de trabajo en torno de la niñez. En definitiva, la disposición puede ser: ¿suponemos una institución o leemos una situación? Son dos mundos distintos, bien distintos. Si suponemos cómo debería ser una escuela, no logramos pensar nada de lo que hay o de lo que puede haber. Si partimos de una situación dada, ahí podemos empezar a pensar –con lo que tiene de indeterminada la tarea de pensar–.
En la modernidad, la usina práctica fundamental de producción de subjetividad era el Estado, metainstitución que albergaba, conectaba y volvía compatibles las diversas instituciones. Y la subjetividad que producía el Estado era la del ciudadano.
Entonces, el ciudadano es una realidad propia de una época histórica. Ahora, ¿qué es el ciudadano? El pueblo se compone de ciudadanos; el ciudadano es el átomo del pueblo. Y el pueblo es soberano; o más precisamente: de él emana la soberanía, pero no reside en él. La Constitución argentina es bien clara: “El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. La soberanía emana del pueblo, pero no reside en el pueblo, sino en los representantes. El ciudadano es un sujeto capaz de hacerse representar. Y por eso necesita ser sujeto de conciencia.
Pero para forjar un ciudadano se parte de un niño. Y el supuesto educativo de los Estados nacionales es que el niño es fundamentalmente inocencia y fragilidad, aunque a veces no parezca que así sea; y esa inocencia y fragilidad de los niños requiere amparo –por la fragilidad– y educación –por la inocencia–. No es aún un sujeto de la conciencia; no es aún un ciudadano. La infancia como institución –no los chicos, sino la infancia como institución–, como representación, como saber, como suposición, como teoría, es producto de dos instituciones modernas y estatales destinadas a producir ciudadanos en tanto que sujetos de la conciencia: la escuela y la familia.
La familia instaura en el niño el principio de legalidad a través del padre, que encarna la ley, y luego transfiere hacia la escuela la continuidad de la labor formativa. La escuela es el aparato productor de conciencia que, según la consigna de Sarmiento, consiste en educar al soberano. Para ser soberano hay que estar en pleno ejercicio de la conciencia y las instituciones son productoras de ese sujeto de la conciencia. Por supuesto que, a la sombra de ese proceso, generan el inconsciente; pero no es ése el proyecto. El proyecto es generar un sujeto consciente.
La escuela y la familia instituyen la figura del infante: un futuro ciudadano inocente y frágil, que aún no es sujeto de la conciencia y que tiene que ser tutelado pues ahí, en el origen, está contenido el desarrollo posterior.

Parentesco líquido

Hay una serie de estudios de Michael Foucault sobre la locura y las prisiones que son interesantes para estudiar los dispositivos de exclusión. ¿A quién se excluye? En el mundo moderno, se excluye a quien no dispone de razón, a quien no tiene la razón sana. El niño es un excluido radical del universo burgués moderno. En tanto niño está tan excluido como el loco. Luego se incluirá, pero cuando ya no sea niño. El niño, en tanto tal, cuenta sólo como “hombre del mañana”.
Pero la transformación contemporánea transforma a ese hombre del mañana en un consumidor del hoy –o un expulsado del consumo de hoy–. La destitución de las instituciones que producían infancia implica a su vez una habilitación del presente para los niños. Estos son puro presente para el mercado: son puro presente de consumo o puro presente de exclusión, pero no son proyecto de ciudadanos. La dimensión de futuro es inconcebible para los mercados actuales. El futuro era el objeto tutelado por el Estado, pero para el mercado neoliberal es una abstracción filosófica. En el mercado neoliberal no hay ninguna institución que genere futuro; el futuro se produce sólo si hay alguna operación que abra una perspectiva del después.
Para pensar el cambio de lógica, puede resultar útil simplificar la cuestión en los siguientes términos: del Estado al mercado. Pero aún sigue siendo complicado el asunto. Más simple –y más dramático– es plantear que la lógica de Estado, la lógica de las instituciones, es la lógica de lo sólido. Lo sólido es el estado privilegiado de la materia: ser es ser un sólido. No sabemos por qué hemos privilegiado un estado de la materia por sobre los otros. En todo caso, por un motivo u otro solemos llamar ente a lo sólido. A un líquido “le falta consistencia”, lo vemos como un sólido disuelto. Y un gas es prácticamente un chiste, está abandonado por la realidad.
El Estado produce realidad al modo de instituciones: una institución, otra institución, otra institución son lugares dentro de un territorio. Hace unos años empezó a hablarse de flujos de capitales, flujos de imágenes, flujos informáticos. Bajo dos figuras exquisitas, la inundación y la sequía, la era neoliberal es la era de la fluidez. El paradigma de “lo que es” es lo que fluye y no lo que se consolida. La subjetividad estatal supone que la vida social está asentada sobre la solidez del territorio. El mercado produce realidad de otro modo: la subjetividad neoliberal no se asienta sobre lo sólido del territorio sino sobre la fluidez de los capitales.
Una imagen para plantear esto es la idea de una reversión del tablero. En la reversión del tablero, el mercado, que era pensado como un lago interno dentro de la solidez estatal, ha crecido a tal punto que ha devenido océano, de modo que el resto de los términos emergentes ahora son islotes conectados por un medio fluido. Pero además serían islas flotantes, también movidas por la deriva de ese medio.
En un medio sólido, la conexión entre dos puntos permanece, a menos que un accidente o un movimiento revolucionario corte esa atadura. En la fluidez, la conexión entre dos puntos cualesquiera es siempre contingente: puede no ser. En un medio fluido, dos puntos cualesquiera –que pueden ser el padre y el hijo, uno y su puesto de trabajo, el docente y el estudiante– permanecen juntos porque se han realizado las operaciones pertinentes para ello, y no porque un andamiaje estructural los encierre en el mismo espacio. En un medio fluido, cualquier conexión tiene que ser muy cuidada, no se sostiene en instituciones sino en operaciones, no tiene garantías; más bien exige un trabajo permanente de cuidado de los vínculos. Y las operaciones necesarias para mantener dos puntos conectados tienen una dificultad adicional: en un medio sólido, si realizamos una misma acción, producimos un mismo efecto; pero en un medio que se altera, las operaciones necesarias para permanecer juntos van cambiando. No por realizar una misma acción producimos un mismo efecto.
La infancia era una institución sólida porque las instituciones que la producían eran a su vez sólidas. Agotada la capacidad instituyente de esas instituciones, tenemos chicos y no infancia. Nos encontramos con una dispersión de situaciones para la cual no hay teoría, y parece que no puede haberla porque las situaciones dispersas se montan sobre ese fondo de fluidez, es decir, de contingencia permanente. Los ejes estructurales no tienen ya potencia para aglutinar lo que consolidaban en su momento, y los agentes de la vida social nos enfrentamos a la experiencia inédita de forjar cohesión en un medio fluido.
En un medio fluido hay fuerzas cohesivas. Nunca se llega a la ligadura estructural del sólido, pero se producen cohesiones. Llamamos cohesión a un conjunto de partículas que sostienen entre sí fuerzas de atracción mutua, que no se consolidan pero que en un medio fluido evitan la dispersión. La dispersión es la fragmentación, la inconsistencia, la secuencia enloquecida sin ninguna ligadura; es estar todos en un mismo recinto, pero ninguno en la misma situación que otro. En la dispersión hay fragmentos que navegan y, si no se cohesionan, se chocan. Pero no se cohesionan desde un continente que les dé forma sino desde alguna operación que arma un remanso.
En esas condiciones, los vínculos cambian de cualidad, están sometidos a los encuentros y a los desencuentros. Para nosotros, la familia está basada en el amor. Una gran conquista del pensamiento moderno fue la elección del cónyuge por amor. Y una gran conquista de los movimientos de liberación femenina, del psicoanálisis, del pensamiento crítico, fue no sólo elegir esposo o esposa sino, además, conservarlo o no por amor.
En la Roma antigua, la familia era uno de los pilares de la sociedad; por eso Cicerón decía que el amor debía quedar fuera del matrimonio, pues una institución primordial de la república como el matrimonio no podía estar sometida al vaivén de las pasiones. Para el pensamiento espartano, la familia era no la célula básica de la sociedad sino el núcleo disolvente de la sociedad. La sociedad desconfiaba de las lealtades familiares.
Las familias se complicaron. Hoy, cuando se le pide a un chico que dibuje la familia, hay que darle una hoja de gran tamaño y dejarlo que interrumpa donde le parezca. Las relaciones que puede dibujar son vínculos difíciles de definir por el andamiaje estructural del parentesco. En principio, en las relaciones de parentesco los parientes son vitalicios. Un primo, un cuñado, son vinculaciones “para siempre”. Y hermanastros, hijastros, madrastras y padrastros aparecen sólo por viudez –como en Cenicienta–, pero no se concibe que coexistan la “ex” relación y la relación actual. La situación actual, al imponer como condición que los vínculos de alianza se sostienen en el amor, hace pulular los “ex” y los “... astros”. Si un varón tiene una ex hermanastra, que sea una mujer permitida o prohibida no está determinado. ¿Los ex tíos políticos siguen siendo tíos? ¿Y el marido de mi suegra que se peleó con ella es el abuelo de mi hijo o no? Se arman constelaciones difusas, y es el chico quien elige.
En esa constelación difusa de emparentados, el parentesco deviene cada vez más electivo. En historia suele distinguirse entre relaciones de parentesco y sistemas de parentesco. Las relaciones de parentesco son las relaciones que efectivamente se entablan: éste hace tal cosa con ése; éste le presta herramientas a aquél –que es el cuñado–; éste almuerza conotro –que es el hijo– los domingos. Lo que determina las relaciones de parentesco es lo que efectivamente “hacen”. Las prácticas efectivas son las relaciones de parentesco. Y el sistema de parentesco es el que clasifica y nomina esas prácticas: éste hace tal cosa con aquél; a esa relación en el sistema la llamamos, por ejemplo, tío.
No hay lenguaje de parentesco capaz de designar ciertos vínculos efectivos. ¿Cómo llamar al nieto del marido de la madre de uno? Llamarlo “amigo” es encubridor y llamarlo “pariente” es un caos clasificatorio. Sin embargo puede haber una relación efectiva de parentesco. No hay ningún andamiaje estructural que soporte ese vínculo; se sostiene en prácticas y no en un sistema clasificatorio, no en una institución. El vínculo se sostiene por haberse elegido mutuamente, por cuidarse, acompañarse, no por un anclaje dado de antemano sino porque el haberse encontrado produce un entorno significativo.
Por más que nos resulte caótica, ésta es la matriz de los vínculos actuales. Estos son los modos que adoptan los vínculos por cohesión y no por solidez. Cuesta un enorme trabajo sostener las situaciones sin instituciones, y requiere mucho trabajo de pensamiento. Decía una antigua definición de pensamiento que saber algo es no tener que pensar en eso. Si uno sabe algo, no tiene que pensarlo: lo supone. Pero en condiciones de fluidez la suposición es siempre engañosa.
Pareciera entonces que para pensar la infancia es necesario des-suponer la infancia y postular que hay chicos. Des-suponer la infancia significa no pensar a los chicos como “hombres del mañana” sino como “chicos de hoy”. Y esto significa partir de que los chicos no están excluidos en estos tiempos de conmoción social, no están anclados a estructuras sino que están pensando, tan frágiles, tan desesperados, tan ocurrentes como cualquiera de nosotros, que tenemos la misma fragilidad de ellos. En la era de la fluidez hay chicos frágiles con adultos frágiles, no chicos frágiles con instituciones de amparo. Y con esas fragilidades estamos trabajosamente tramando consistencias, tramando cohesiones. La solidez supuesta en un tercero se desfondó.
Así, las situaciones de infancia pueden pensarse como situaciones entre dos y no entre tres. Una situación de tres sería, por ejemplo, un chico, un adulto y el Estado; es decir que no se vinculan directamente entre sí en la ternura o en los cuidados mutuos, sino a través de la mediación de un tercero: la institución familiar o escolar. Pero, si se supone un tercero en una relación entre dos, el primero termina abandonando al segundo. De ahí que el trabajo actual de vincularse sea casi artesanal, y seguramente angustiante. Si uno dice: “Se supone que el Distrito Escolar debería...” y opera en base a esa suposición, termina abandonando al chico y también a uno mismo porque, de ese modo, uno se constituye como docente, como psicólogo, como padre, supuesto por una tercera cosa, y no se constituye en el vínculo con el chico. Destituida la infancia, las situaciones infantiles se arman entre dos que se piensan, se eligen, se cuidan y se sostienen mutuamente. Ya no se trata de fragilidad por un lado y solidez por el otro; somos frágiles por ambos lados.

* Conferencia en el Hospital Posadas, 18 de septiembre de 2002; incluida en Pedagogía del aburrido, de próxima aparición (Ed. Paidós). Lewkowicz falleció el 4 de abril pasado, a los 43 años.

Fuente: Página|12