Lunes, 30 de marzo de 2015
En el megajuicio de la ESMA declara Alfredo Ayala, que
fue dirigente villero de zona norte de Montoneros y cayó prisionero en
el campo clandestino de concentración de la ESMA, de donde se fugó dos
veces.
Por Alejandra Dandan
“¡¡¿Qué hacés Mantecol?!!” Alfredo Ayala, el hombre que se escapó dos
veces de la ESMA, se dio vuelta. Acababa de llegar al predio de la
Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde había escapado hacía poco
más de veinte años. Néstor Kirchner avanzaba entre una comitiva. Año
2004. Un helicóptero lo había dejado en la plaza de armas. A diez metros
de aquel llamado, Ayala tomó coraje y preguntó: “Señor presidente,
¿cómo sabe que yo era Mantecol?” Todo le venía pareciendo bastante raro.
La invitación. La ocupación del predio. El micro. Y ahora esto. “¡Y
cómo no voy a saberlo, Mantecol! –dijo Kirchner–: ¡Mirá al resto! Se
vinieron de traje, se pusieron las mejores pilchas, y el único villero
sos vos.”
Alfredo Ayala atraviesa una calle de Retiro camino al Mitre. Lleva
puesto lo mismo que en ese momento, jean azul gastado y una camisa.
Estuvo detenido-desaparecido en el centro clandestino del 7 de
septiembre de 1977 al 23 del diciembre de 1979, se escapó y volvió a ser
secuestrado el 15 de enero de 1980 con tres semanas de castigo,
engrillado a pan y agua y después volvió a escapar. Integró la perrada,
ese nombre maldito con el que el Grupo de Tareas 3.3.2 bautizó al equipo
de sobrevivientes y de soldados obligados a trabajar en la reparación y
cambios del Casino de Oficiales y en emprendimientos satélites del GT,
más tarde, desde las mini pymes hasta la preparación de la isla El
Silencio como CCD.
Ayala era responsable del movimiento villero de zona norte y varias
veces había eludido por los pasillos de las villas al grupo de tareas
que enviaban a capturarlo. Cayó en septiembre de 1977 y, como parte de
la perrada, fue usado para trabajo esclavo en diferentes actividades. La
última era en el taller de un tío del represor Jorge Radice. Lo dejaban
a las seis de la mañana y lo pasaban a buscar a las seis de la tarde
para llevarlo de vuelta a la ESMA. Una tarde se fue caminando y regresó a
la villa. Lo volvieron a capturar tres semanas después. Fue castigado y
encerrado. Después le dijeron que le darían una segunda oportunidad y
lo llevaron a la isla El Silencio, en el Tigre, donde los marinos tenían
un emprendimiento de madera. Lo dejaron en el obraje sin custodia, era a
principios de 1980. Los dejaron solos varias semanas. Paró una lancha y
le pidió al lanchero que lo llevara y así volvió a escapar.
Su historia previa a la ESMA es menos conocida. Vivió en la villa
Uruguay de San Isidro desde los nueve años y fue parte del movimiento
villero peronista acoplado más tarde a un sector de Montoneros que
respondía al padre Mugica “como factor aglutinador nacional”. Era un
tiempo de mucha organización. Las villas proyectaban con lápiz y papel
en mano la construcción de viviendas con bañeras como las de los ricos o
las de la urbanización. Mantecol Ayala tuvo cada vez más
responsabilidades. Llegó a coordinar las 12 villas de San Isidro, y más
tarde 38 villas de Capital y provincia de Buenos Aires. Los pasillos de
la Uruguay y el Sauce lo escondieron cuando corrió dos veces antes de
ser secuestrado y las dos veces que escapó de la ESMA. Un espacio de
pasadizos solidarios al que el Grupo de Tareas no se le animó a entrar
nunca sin una avanzada previa del Ejército o las fuerzas de seguridad.
La historia de Mantecol es parte de la historia del movimiento
villero, uno de los sectores sobre los que echa luz este tercer juicio
oral por los crímenes de la ESMA. Mercedes Soiza Reilly es la fiscal del
juicio. “Lo que ha permitido este megajuicio es visibilizar los
colectivos políticos más humildes, que realizaron el verdadero trabajo
territorial en los barrios carenciados. Ellos no sólo fueron silenciados
por la cruda represión que fue dirigida desde las Fuerzas Armadas
contra ellos, sino además porque a muchas familias no les fue posible
acceder a la Justicia para denunciar los crímenes. Muchos de ellos están
declarando por primera vez en este juicio, y esto es muy importante,
porque el acceso a la Justicia sólo es posible debido a las políticas
estatales que garantizan el acompañamiento, facilitando que esta vez
también sean escuchadas las personas más vulnerables.”
“En 1976 estábamos hablando de urbanizarlas –dice Mantecol–.
Teníamos planes grosos. Mugica decía que los pobres no querían ser
pobres, por lo tanto había que devolverles la dignidad. Y otra cosa es
que no se quería mejorar las villas. El decía: quiero que dejen de ser
Villeros. Me acuerdo de que en un momento de la reunión con él en la
villa 31 se desplegó un plano. ‘¿Me entendés?’, dijo: ‘Yo quiero estas
casas para los compañeros’. Otro compañero mostró el plano. Y él dijo:
‘Si los ricos tienen un baño con bañadera, por qué no van a tener un
baño con bañera los compañeros’. Entonces, en las villas ya no se
discutía más sobre el pasillo que había que limpiar o a quién votar. Se
discutían cosas grosas.”
La historia
“Mi viejo era comisario en Corrientes, muy fanático de Evita
–arranca–. En 1956, adhirió al levantamiento del general Valle y a
partir de eso lo degradaron y lo echaron. Como todo comisario, tenía
montada otra empresita. Todo legal. Una empresita de transporte con dos
camioncitos para transportar naranjas a la provincia, también traía y
llevaba muebles y los vendía. De eso hizo un medio de vida. Tenía siete
hijos. Yo era el menor. Mi mamá murió cuando apenas nací. Así que en
medio de todo ese despiole, mi viejo solo, con una mano atrás y otra
adelante, cuando las autoridades le sacaron el grado también
persiguieron a la empresa, hasta que la perdió. Quedó en la nada.
Pobre.”
En 1959, Alfredo tenía siete años. Se mudaron a Buenos Aires.
“Durante un tiempito mi viejo anduvo de acá para allá, dándose la cabeza
contra la pared, diciendo que iba a estar mal durante un tiempo, pero
se iba a rehacer. Empezó en Claypole, después lo ayudó una amiga que
vivía en San Fernando y le dio una piecita en la villa Uruguay. En esa
villa empezó a trabajar. Ahí estuvo hasta que se compró su propia casa,
también en la villa.”
Mantecol tenía nueve años cuando llegaron a la villa Uruguay. Ahora
vive a tres cuadras. “Toda mi juventud la pasé ahí y era totalmente
diferente, con otros tipos. Los jóvenes eran más solidarios. No existía
la droga. Nosotros queremos recuperar la mística villera. Los chorros
eran muy emblemáticos. Eran chorros de verdad porque iban a robar
bancos. No tocaban a nadie. Había mucho respeto por los chicos. A los
catorce años se me ocurrió hacer una travesía por la estación Victoria,
que estaba a ocho cuadras. Un día, a las 10 de la noche, me vio un
vecino y me llevó de la oreja. Mi viejo me levantó en peso en ese mismo
momento, ¡imaginate! En las esquinas se juntaban los pibes, pero el más
grande de la banda te mandaba a tu casa cuando llegaba la noche. Ahí
armamos los primeros grupos solidarios porque había mucha pobreza.”
Los más jóvenes juntaban la basura y la llevaban a tres cuadras.
Pero uno de los primeros datos de organización sucedió después del
primer gran incendio en la villa, en el año 1964 o 1965. Los vecinos se
juntaron. Fueron a ver al intendente. La villa estaba en el límite entre
San Fernando y San Isidro, pero pertenecía a San Isidro. Había un
intendente radical. Les dijo que se organizaran con delegados por
pasillo porque “no iba a hablar con todo el mundo”. Entonces, dice
Mantecol, “los vecinos se juntaron por pasillos. Había cuatro pasillos
por manzana, eran siete manzanas así que había 28 pasillos. Nombraron
delegados. Mi viejo que era muy peronista, y me quería mucho, fue a la
reunión del pasillo. Yo ya tenía 18 años y me propuso como delegado. Yo
trabajaba desde los doce años en un puesto de diarios. Inmediatamente
los vecinos me aceptaron, habíamos dado muestras de ser solidarios. Nos
juntamos con la comisión de delegados e hicimos una marcha al
municipio”.
Años después en la ESMA se acordó de ese momento. Estaba en la
huevera, una de los cuartos montados en el sótano con distintas
funciones. Recibió una cantidad enorme de fotos. Fotos que los marinos
se llevaban de la casas durante los operativos. Fotos de familia.
–¿Para qué se llevaban esas fotos?
–Robaban todo y con eso armaban las historias del secuestrado y, de
paso –dice–, si veían un sospechoso de barba candado y pelo largo,
preguntaban en el interrogatorio. El tema es que en la reunión que
hicimos con el intendente estaban el intendente, un secretario y tres
vecinos. Nadie más. Yo nunca vi un fotógrafo ahí, nada. Pero tres fotos
de esa reunión estaban en la ESMA.
Pasillo 28
Para entonces eran unos 30 delegados con una reunión por semana. Una
noche, el 26 de julio de 1972, se apagaron todas las luces del barrio.
“Nos asustamos, y de golpe, veo un incendio como a tres cuadras:
–¡Se está quemando la villa otra vez! dijimos, y en eso
escuchamos bombos. Era un homenaje a Eva Perón. Nos acercamos. En la
oscuridad los tipos repartían volantes. Firmaban como de la Juventud
Peronista de las FAP. Uno era el Flaco Alberto. Estaba su esposa,
Cristina. El Flaco vino y me dio unos volantes.
–¿Para qué son? –le dije.
–¡Repartí! –me dijo–. Son de la JP.
–¿Y nosotros por qué no tenemos la Juventud Peronista en el barrio? –dije.
–Ustedes tienen que tener un lugar donde juntarse –aclaró–,
donde los jóvenes se junten. No se pueden juntar así porque sí. Hay que
organizarse, si no no van a salir más de la pobreza.
Me acuerdo de esa palabra, clarita.
–¿Y cómo hacemos?
–Y... –dijo el Flaco–. No sé, vos fijate.
Me quedé con eso. ¡Cómo se les ocurre a ellos hacer cosas en nuestro
barrio, y a nosotros no se nos ocurre! Al otro día, a las 12 del
mediodía, me avisan que anda un compañero preguntando por mí. Era el
Flaco. Nos encontramos en el pasillo.
–Anoche me preguntaste por qué acá no está la Juventud
Peronista. Yo vengo a ver si te puedo dar una mano –dijo–. Podemos ver
si hay algún espacio.
–¡Bueno, dale! ¿Qué hacemos?
–Primero, nos tenemos que juntar.
Juntamos quince o veinte compañeros. Todos de la Uruguay. Intentamos
que estuvieran representados de todos los pasillos. Estaba Chachito,
Elio García, mi amigo del alma, hasta ahora, y medio que se convirtió en
mi mano derecha. Nos criamos juntos y mientras eso avanzaba él se fue
volcando a la religión evangelista. Chachito todavía está en el barrio.
Estaba Selva, Selva Reinoso. Un hermano de Selva. También Nely Figueroa.
Los chilenos que hasta ahora están conmigo. Son como mis hermanos:
Mario Olivares, Rafael Ferrer y Ayunta Fidelia, la esposa de Mario.
Ayunta es el apellido.”
El caño maestro
Con los delegados ya organizados hicieron tendidos de cables.
Montaron una guardería para los hijos de las mujeres que salían a
trabajar. Organizaron bailes en la única calle abierta de la villa para
juntar dinero cuando decidieron comprar una de las casas en venta para
poner la unidad básica. Necesitaban bastante plata, así que un grupo que
andaba en la zona residencial repartió una nota: “Todo lo que a ustedes
les sobra, a nosotros nos sirve”. Con lo que recibieron, hicieron
ferias de tres cuadras de largo. “Con toda esa guita compramos la casa
para la unidad básica”, dice Mantecol. Cristina, la esposa del Flaco
Alberto, era secretaria general de Sanidad, los puso en contacto con los
laboratorios como para conseguir algunos remedios. De la JUP, llegaban
estudiantes de medicina, de odontología. En el barrio, controlaban los
remedios y hacían el control médico sanitario a la gente. Ellos
facilitaban los contactos con los hospitales y centros de salud. Así, la
villa logró tener un médico a la semana. Los médicos revisaban a los
chicos pero también controlaban partidas y vencimientos de remedios. Y
les hacían anotar quién los recibía.
“Te voy a contar esta parte –dice y le pone tono de novela de
suspenso–: nosotros teníamos cuatro caños de agua, es decir, cuatro
canillas en un extremo del barrio para toda una villa de siete manzanas.
Hicimos un censo: nos dio que había 607 familias. Teníamos todo
controladito, como verás. La cuestión es que vimos que el tema del agua
era el tema central, era muy escasa: cuatro canillas para 600 familias
era muy poco. Había colas en las canillas para llevar 20 litros de agua
para todo el día. ¿Qué hacemos?, dijimos. Otro relevamiento. Vimos qué
vecino podía ayudar: encontramos de todo, albañiles, plomeros y hasta un
arquitecto.”
En la mesa de un bar dibuja las siete manzanas sobre un cuaderno. El
área está limitada por cuatro lados. De un lado, la avenida Uruguay,
límite con San Fernando. Del otro, un descampado que hoy es Udaondo. En
un extremo estaba la avenida Rolón, y en el otro, Formosa. Las manzanas
por el medio están cruzadas por líneas de serpentinas. Algunas más
rectas. Otras puro rulo. Las canillas estaban sobre el lado de Uruguay.
“Tenemos que lograr que Obras Sanitarias nos traiga el agua. Hicimos
una nota. La firmamos todos. Dos hojas llenas de firmas. Fuimos a Obras
Sanitarias de San Isidro. Todo muy bien hecho. Los plomeros pensaron
por dónde iban a ir los caños maestros. Queríamos entrarlos por lo que
ahora es Udaondo. Dejamos todo. Pasaron dos meses. Nada. Preguntamos.
Fuimos. Hicimos una marcha. Y parece que eso les molestó porque dijeron
que no, ¡esto no lo vamos a hacer, no hay caños, no hay nada para
ustedes!”
–No nos dan el agua –dijimos–, entonces la tenemos que tomar; pero
para tomarla, hay que tomarla bien. No puede ser pan para hoy y hambre
para mañana. Podíamos ir del otro lado, cortar un caño y poner una
manguera, pero no, porque éramos reorganizados, re decididos, nadie se
echaba a atrás. Teníamos bien claro lo que queríamos. Eramos muy
respetados por los mayores. Todos teníamos en claro qué necesitábamos. Y
sin la ayuda de los vecinos no lo podíamos hacer.
La toma
Armaron tres grupos. Uno, para el pozo y los túneles. La idea era
cruzar la avenida Uruguay. Hacer túneles de diez metros de largo y un
metro y medio de profundidad para llegar del otro lado, donde estaban
los caños maestros. “Ahí fue cuando me acordé de mi amigo el Bichi
–dice–, estuvo después secuestrado conmigo. El padre trabajaba en Obras
Sanitarias. Era radical y fanático del intendente. Pero en la villas
como era todo solidario no importaba ser radical o no, sino que la gente
tenía que tener el agua.”
El Bichi es Leonardo Martínez, otro de los integrantes de la perrada
de la ESMA. Vivía en el Sauce, una villa que estaba en diagonal a la
Uruguay, del lado de San Isidro, cruzando el descampado. Obras
Sanitarias tenía los aparatos para los túneles. El padre los sacó por
“izquierda”. Consiguieron palas. Los trabajadores de Aguas les enseñaron
algo de la técnica. “Un cursito rápido”, dice Mantecol. Otro grupo era
de apoyo y asistencia. El trabajo se hacía de noche, de día no se podía
porque eso era como robar agua. Si llegaba la policía, podían ir todos
presos. Así que el grupo avisaba cuándo pasaba la ronda. Paraban. Y
luego seguían. El tercer grupo era de asistencia. En general, mujeres,
encargadas de la compañía, sostener el trabajo con comida y mate.
“Habremos trabajado unos 20 días”, dice Mantecol. “A los 20 días, habíamos cruzado toda la avenida con 14 caños de una pulgada.”
Asamblea
Hacía falta una pequeña red de caños de tres cuartos de pulgada para
pasar por los pasillos caños de media pulgada. Ese caño acercaba el
agua a las casas. “Solidariamente entre todos los vecinos podemos poner
el agua en los pasillos –se dijeron–. Para eso tenemos que juntar plata,
comprar los caños y después cada vecino tiene que hacer su conexión a
la casa. Solidariamente podemos ayudar.” Así que hubo dos etapas,
gloriosas, dice, en la que para juntar plata hicieron hasta campeonatos
de barrilete.
Para entonces, una parte de los más activos estaba encuadrada en el
movimiento de villas. Mantecol era uno de los dirigentes. También estaba
el Bichi. La adscripción a Montoneros se hacía a partir de una decisión
personal. Mantecol dice que podían estar en el movimiento villero pero
no ser de Montoneros.
La política
–¿Cuándo se organiza el movimiento villero?
–Movimiento villero siempre hubo, movidas villeras siempre hubo. Se
va organizando la cosa con la Jotapé. En mi distrito, había doce villas.
Era San Isidro. Cuando van cayendo voy asumiendo todo lo que eran
villas. Villas que nunca había pisado pero tenía que ir porque con las
caídas los trabajos habían quedado por la mitad. Y el que era
responsable del barrio, a su vez tenía reuniones del barrio. En las
reuniones del barrio participaban todos los delegados vecinos. Se
decidían distintas cosas. Las reivindicaciones también se discutía de
política. La discusión política no era a quién vas a votar. Se discutía
por qué eramos pobres. ¿Qué camino tomar para salir? ¿Qué teníamos que
hacer? ¿Qué significaba Evita para nosotros? Y discutíamos políticamente
experiencias de otros barrios que se iban organizando.–¿Cómo era la relación con Mugica? –Cuando Montoneros decide que tiene que haber tipos de superficie, empiezan a blanquer a algunas personas. Se empieza a querer participar en política. Se crea el Partido Peronista Auténtico. Se hablaba de que la organización respondía en lo villero al padre Mugica, que era el factor aglutinador nacional. Había reuniones una vez por mes o mes y medio, de una comisión con representantes por distrito. En la zona norte, hubo una gran reunión del movimiento villero que estaba preparando el congreso villero en Córdoba. La reunión se hizo en la Villa 31 y ahí se arma la comisión del distrito, que fue mi primer gran hecho. Estaba orgulloso de que me hubieran elegido. Entré a la reunión a las seis de la tarde y salí a las tres de la mañana lleno de preguntas, de mensajes. Se había discutido de todo. Y había respeto por la gente de las villas. También me sentía orgulloso de salir a las tres de la mañana. Era como un reconocimiento de que yo ya era un villero.
–¿Mugica estaba ahí? –Sí. Ahí empecé a trabajar en todas las villas. En un momento llegué a ser responsable de 38 villas. En 1976, hice una reunión del movimiento villero en la Villa Carlos Gardel, que me acuerdo porque apareció un compañero, Carlos, del ERP 22, que me propone una articulación con un sector mientras se venía todo abajo.
El secuestro
–¿Cómo te secuestraron? –A medida que iban cayendo compañeros, se iban ocupando lugares. Todo el ’77 fue así. Caían de otros lados, pero yo trataba de mantenerme en la parte villera. Seguí visitando las villas. También trataba de eludirlos a muchos porque sabía que en cualquier momento caía. Las reuniones eran cada vez más esporádicas e inseguras. Yo caí en septiembre, pero para julio o agosto participé de una reunión. Fue la primera vez que me estaban buscando. Ya estaba medio rajado. Vivía en una pensión en San Fernando. Estaba de novio con una compañera de la Uruguay. No era una relación formal. Ella pensaba que sí pero yo no le decía nada. Cada tanto la visitaba. Estaba separada, tenía una nena de dos años. Yo había organizado una reunión con gente de la Uruguay y el Sauce. Les iba decir cómo estaba la situación. Mi papá vivía en la entrada. Siempre pasaba por ahí porque era un punto de referencia. Llego y a una cuadra veo la chanchita de ENTel, una chanchita con un tipo con una escalera subido a un palo de luz. Voy llegando. Veníamos haciendo prácticas de contraseguimiento. Estoy a una cuadra y me paro y digo: teléfono no hay. Teléfono público, no. El que se usaba estaba en la estación. ¿Qué cable pasa por la villa de ENTel en un palo de luz? Estos son los servicios, me dije. Pero los tipos ya me habían visto. Me metí al pasillo de acá.Dice y señala uno de los caminos del dibujo que lo llevó entre serpentinas de la Uruguay al descampado, y de ahí al Sauce. “Corro y me meto en un pasillo. Era con salida, no todos tenían salida. Salgo y los tipos a los tiros se meten por acá. Tardan. Cuando llegan yo ya crucé el campo y llego a la Sauce. El auto paró acá. Si cuando me fueron a buscar por segunda vez hubiese estado ahí, no me agarraban: estaba salvado. Nunca entraba el GT a la villa a no ser que hubiera una razzia. Los equipos de tareas nunca pudieron entrar a la villa. Tenían mucho miedo a la villa. Ellos entraban si primero entraba el Ejército, la policía y entonces sí, te cercaban a porrazos.”
Mantecol cayó cerca de ahí. Se escondió en un terrenito que estaba comprando con su hermano, entre pastizales y humedad. Un panadero le prestó una prefabricada. Se fue con su novia. Una semana después los cazaron. A ella la liberaron.
Fuente: Página|12
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