Lunes, 06 Octubre 2014
Mientras
revisa cómo se produce conocimiento en las instituciones científicas,
la investigadora del Conicet apela a un juego de palabras para indicar
una vía alternativa: conocer con una cabeza que siente y un corazón que
piensa.
Dedicada
a asuntos de ponderado refinamiento, como cuestionar los presupuestos
que llevaron a las ciencias modernas a producir desarrollos notables,
pero poca felicidad, Claudia Liliana Perlo, recuerda con amable candor
el barrio de calles de tierra y zanjas, en el sur de Rosario, en el que
creció, jugando en la vereda, con otros niños. A esas postales de un
mundo distinto, las salpimenta con expresiones que conectan lo micro a
procesos más generales. “Nací en el otoño de 1967. Tiempos de múltiples
contradicciones en el que los Beatles entonaban, All we needs is love,
García Márquez presentaba al mundo Cien años de Soledad y al mismo
tiempo el Che Guevara perdía su vida en la selva boliviana”, cita,
antes de rematarla con una referencia que da cuenta del prisma desde
hoy mira aquello que la rodea. “El amor, la soledad y la muerte me
dieron la bienvenida y acompañarían mis primeros pasos en la década
venidera”. Miembro de una familia originaria del campo que llegó a la
ciudad para ser caseros de una escuela, recorrió los laberintos del
sistema educativo formal.
Doctora en Educación e investigadora del
Conicet, es docente de postgrado en la Universidad Nacional de
Rosario, la Universidad Tecnológica Nacional y la Universidad del
Centro Latinoamericano. Acaba de publicar, junto a la Fundación La
Hendija, un libro en el que dialoga con múltiples dimensiones de lo
humano. “Las personas podemos retornar a nuestro origen y recordar
desde nuestra biología más profunda para qué estamos aquí”, señalará,
no sin manifestar que “la perspectiva biocéntrica me ha permitido
recuperar la vivencia como fuente de conocimiento, e integrarla a los
autores que venía explorando Bohr, Heisemberg, Bohm, Maturana, Varela,
Sheldrake, Janstch, entre muchos más y a los desarrollos científicos
que venía produciendo”.
–¿Qué la movió a escribir Hacer ciencia en el siglo XXI?
–La
emoción, la angustia y el malestar. También la pasión, el coraje y la
esperanza. Fue la respuesta a un impulso vital, celular, de conocer con
una cabeza que siente y un corazón que piensa relacionalmente.
–¿De qué se trata?
–El
libro aborda nuestro modo de producir conocimientos en las
instituciones científicas, planteándose preguntas para mí inquietantes y
a veces no muy cómodas.
–¿Por ejemplo?
–¿A
qué se llama ciencia en el siglo XXI?¿Para qué se investiga y cómo se
involucran los investigadores con lo investigado? ¿Cómo se producen
estos conocimientos? ¿Quiénes y cómo los validan? ¿En qué medida los
nuevos descubrimientos ontológicos y epistemológicos del siglo XX han
penetrado en la práctica de la investigación científica actual?¿Qué
conocimientos generados por la humanidad quedan afuera del marco
científico acreditado?¿Qué relación guardan los conocimientos
científicos con otros saberes que la humanidad produce fuera de este
ámbito?¿Quiénes y cómo se validan esos “otros” saberes?¿Qué entendemos
nosotros por ciencia en el siglo XXI?¿En qué medida deberíamos
preocuparnos por la cientificidad de los conocimientos producidos,
cuando en algunos casos, otros saberes sociales también resultan
igualmente válidos para comprender y transformar nuestro vivir? Y de
manera más arriesgada aún: ¿y si este mundo no fuera para ser explicado
sino para ser sentido y vivido? ¿Cuál sería la forma de entrar allí?
¿Cuál es el rumbo a tomar para quienes deseamos explorar con una cabeza
que siente y un corazón que piensa en el siglo XXI?
–En efecto, son preguntas perturbadoras...
–Soy
consciente de esa incomodidad, pero también de la ineludible
responsabilidad de no esquivarlas, a pesar de que nos lleven por caminos
inseguros, inciertos, resbaladizos y hacia respuestas que quizás no
queramos oír. Después de todo, este fue el modo en el que surgieron los
grandes descubrimientos, ¿no? Es la historia de la humanidad.
TRAZOS.
–¿Es un libro sobre metodología, sobre sociología de la ciencia, sobre filosofía de la ciencia?
–El
interrogante mete el dedo en la llaga. Podríamos decir en primer lugar
que es un libro de metodología, lo que hoy es mucho más que filosofía
de la ciencia y epistemología: es también física, psicología, química,
ecología, antropología, biología. Es un libro sobre la vida misma, que
es una y que nosotros hemos fragmentado para su observación detallada y
estudio, en una operación en la que desgraciadamente nos separamos de
la vida y perdimos el sabor del saber.
–¿Cuál fue su recorrido de formación?
–Mi
origen es la pedagogía, la educación y la didáctica. Los tres títulos
universitarios que tengo acreditados en la Universidad Nacional de
Rosario, son en esa área. Ahora bien, a estas alturas me gusta decir
que mi destino es incierto. Si bien no acredito ninguna formación al
respecto, ya hace varios años que saboreo todo lo que puedo de lo
producido en física, psicología, biología, cibernética, sociología,
antropología, ecología, química y demás. Busco unir los eslabones
perdidos.
Asimismo hace diez años estoy estudiando la perspectiva
biocéntrica de la educación a partir de la cual actualmente soy
Educadora biocéntrica y Didacta, títulos otorgados por la International
Biocentric Fundation. En fin, voy y vengo, más que por un camino, por
un torrente, que fluye al modo del río de Heráclito.
–¿Cómo se articuló esa búsqueda con el desarrollo profesional?
–Desde
muy joven sentí y supe que deseaba investigar. Promediando los años
80, investigar en educación era una utopía irrealizable para muchos en
el país, pero no para mí. Comencé la universidad a los 17 años y
mientras estudiaba visitaba el Instituto Irice. Mi familia no
pertenecía al ámbito académico-científico, no tenía ningún contacto
allí. Iba a estudiar a la biblioteca que no era pública, pero te dejaban
consultar publicaciones periódicas y libros en sala. Yo miraba a los
investigadores en sus boxes vidriados desde lejos, como aquel niño del
tango, con la ñata contra el vidrio. Los admiraba. La bibliotecaria
Betina, un ángel particular, leyó mi corazón y me empezó a vincular con
ellos, a partir de que pedidos de material específico para mis trabajos
y luego para mi tesis final de licenciatura. Don Ochoa, quien servía
café al personal, de tanto verme allí, un día me ofreció café a mí
también y sentí que ese sueño empezaba a concretarse.
–¿De qué época estamos hablando?
–A
comienzos de los noventa. Yo estaba haciendo la tesis de licenciatura
cuando comencé a tomar cursos de metodología que se dictaban en el
Instituto, para jóvenes graduados que se preparaban para entrar a las
becas de iniciación a la investigación en Conicet. Me gustaba estudiar.
El sueño perdió la U y se convirtió en topía (topos), aquello que
efectivamente tiene un lugar. Luego una pasantía, una beca, un cargo de
apoyo profesional a la investigación y finalmente el ingreso a carrera
de investigador. Pero antes de haber tenido un lugar en esa reconocida
institución, esa pasión desenfrenada por explorar, había anidado en mi
corazón.
–¿Cómo fue su desempeño
como investigadora: qué grupos y perspectivas la han ido conteniendo?
¿Qué temas trabajó y cuáles le interesan?
–Prolija
con mi formación de origen, comencé por la didáctica, mi primer
investigación giró en torno a las modalidades didácticas vigentes en el
nivel medio, que por ese tiempo dependían de 7 entidades ministeriales
diferentes en la ciudad de Rosario.
Luego en el año 1994, cuando
la Dra. Sagastizábal ingresa al Instituto Irice, me invita a sumarme a
su equipo de investigación en torno la “Diversidad cultural en el
sistema educativo argentino”. Allí trabajamos muchos años en contextos
urbano-marginales y también en las escuelas de modalidad aborigen. En
principio trabajé allí sobre didáctica de lectoescritura, buscando
respuestas a los fracasos escolares reiterados en los primeros años de
la educación primaria. Prontamente me desvelaron los problemas del
cambio y el aprendizaje de tipo transformativo, comencé a pensarlo en
los alumnos, luego en la formación docente y posteriormente en la
gestión.
Esto fue la génesis de mi tesis doctoral y actual campo
de investigación: El aprendizaje y desarrollo organizacional, al que
estoy abocada desde el año 1999.
ENTRAMADOS
–¿Cómo tramitó esas preocupaciones hasta derivar en un registro filosófico y transdisciplinario?
–Ese
registro ontoepistemológico, como prefiero decir, siempre estuvo
presente. La reflexión sobre la metodología acompañó siempre nuestros
trabajos en el equipo. Junto a María de los Ángeles Sagastizábal,
comenzamos a dictar juntas cursos de metodología de investigación en la
formación docente y también en diversas cátedras y postgrados en
universidades públicas y privadas. Luego de varios años de tarea
docente escribimos el libro: “La investigación-acción como estrategia
de cambio en las organizaciones”, de la Editorial La crujía que los
docentes recibieron con mucho entusiasmo. Se reeditó tres veces.
Poco
a poco el camino (metá-odos) se nos hizo agua Y seguimos investigando a
través del flujo del río. Allí nos encontramos con muchos afluentes en
un delta “indisciplinario” que lejos de producirnos “desorden”, nos
permitió comenzar a conectar, ligar y recuperar el “orden implícito” en
palabras de David Bohm, de un UNIverso que habíamos abordado de manera
fragmentada.
–¿Qué del planteo más extendido en torno al hacer ciencia no le satisface?
–Una
ciencia centrada en la razón, sin co-razón, sin emoción, vegetativa,
funcional a un sistema económico social basado en la competencia, el
mercado, la exclusión, la pretensión de objetividad científica que
esteriliza la creatividad y la emergencia de la vida.
–¿Separó “co” de “razón”?
–Uso
este recurso didáctico para señalar que el co-razón tiene la razón. La
investigación debe ser, en palabras de Castañeda, un camino con
corazón.
–¿A qué apunta?
–A que los
desarrollos científicos-tecnológicos producidos en la modernidad nos
han traído grandes comodidades, pero poca felicidad. Los graves
problemas de nuestra sociedad, “que tenemos esperando en la puerta de
los institutos”, aún sin resolver como expresa Ariel Dobry en el
prólogo. Sabemos las causas de las enfermedades y generamos
medicamentos para combatirlas, pero no sabemos cómo no enfermar.
Conocemos mucho del aparato psíquico, sabemos cómo funciona el
inconsciente, y hemos leído muchas veces psicología de las masas, pero
desconocemos cómo frenar la violencia incontrolable en las calles que
atenta cotidianamente nuestra existencia humana.
–¿En qué circunstancias notó que necesitaba echar mano de otras herramientas?
–Desde
muy temprano sentí que las cosas no funcionaban bien, en educación, en
la sociedad, en la vida. Ir a la escuela me provocaba llanto,
angustia, con sólo siete años. Luego me adapté bastante bien al
sistema, me subí a la cinta transportadora de la vida, esa por la que
nos conduce el sistema nervioso autónomo; hasta que a los 34 años me
resbalé de mala manera. Y al buscar levantarme vi la cinta
transportadora en perspectiva, miré hacia atrás, agradecí pero decidí no
volver a subirme a ella. Comencé a caminar, volví a escuchar el ritmo
de mi corazón y decidí cambiar de rumbo.
La ciencia, según una y otra clave
–¿Cómo se integra en los hechos la forma tradicional de hacer ciencia con esta otra perspectiva? ¿Tiene referentes, cuáles?
–No
tenía muchos referentes cuando sentí que la forma tradicional de hacer
ciencia hizo agua y tocó fondo. En realidad nunca investigamos con
Sagastizábal desde la perspectiva cuantitativa y experimental. Ella es
antropóloga por lo que nuestros trabajos respondían a la mirada
etnográfica, los diseños cualitativos y la investigación-acción. Ahora
bien, cuando atravesé esa hendija me encontré con un mundo inimaginable
para mí, que me evoca a John Lennon, con su tema “Oh, my love” donde
dice “por primera vez en mi vida mis ojos pueden entender, todo es
claro en mi corazón”.
Sentí la totalidad, la coherencia, de todo
lo que está unido junto. Esta vivencia no es posible atravesarla a
través del neocórtex, la razón, la palabra…
–¿Por qué?
–Porque
el lenguaje distingue, separa y escinde para nombrar, reflexionar e
interpretar. La vivencia no es reflexión, ni interpretación, es ese
instante en que los seres vivos conocemos y vivimos sin intermediarios.
Un libro que me encontré en el camino fue “A través del maravilloso
espejo del universo”, de David Peat y John Briggs.
–Disculpe la insistencia, ¿serían referentes suyos?
–Dejando
en claro que somos seres autorreferenciales, en el sentido de que
tenemos la capacidad de autogenerarnos y regenerarnos, hay autores que
habilitan ciertas búsquedas. En ese sentido, una presencia importante
para mí fue la de Francisco Varela: cuando profundicé en él, me
encontré con ese ser humano que investigaba entero, con todas sus
células.
–¿Qué reacciones ha generado el material, dada su pertenencia a los equipos del Conicet?
–El
libro recién ha salido y afortunadamente ya se ha agotado. Veremos qué
sucede en adelante. No es un libro para convencer a nadie ni
adoctrinar con una nueva propuesta, sino para entrar amablemente en la
necesaria controversia y el diálogo, porque sin controversia no hay
otro.
Es una invitación a conversar por donde queremos seguir
juntos. Por estos días me están llegando comentarios maravillosos que
los lectores escriben en el Muro de facebook que armamos para
intercambio del libro. Siento que el libro tiene el sonido del aullido
de los lobos a modo de llamado de la manada. La manada de lo humano que
dispersó y fragmentó la mirada científica, que se calzó el pulcro
guante de látex y el blanco guardapolvos, para asir una realidad
objetiva, que observamos con gafas y de lejos.
FOTO
(1): La investigadora se dejó llevar por afluentes en un delta
“indisciplinario” desde donde pudo conectar, ligar y recuperar un orden
implícito.
Víctor Fleitas vfleitas@eldiario.com.ar
Fuente: El Diario