22 SEP 2014
Sigmund Freud descifró cómo inscribimos en nuestro inconsciente la herencia de la cultura
Sigmund Freud
fue un luchador. Al cumplirse los 75 años de su muerte, recordamos a un
hombre que convirtió el sentido de su vida en la búsqueda de la verdad,
superando todas las oposiciones y combates, incluso contra un cáncer de
mandíbula que padeció desde 1923, y por el que fue sometido a más de 30
operaciones. No por ello se apartó de la investigación teórica —fue la
etapa más prolífica de su obra—, ni abandonó la labor clínica con sus
pacientes, ni dejó de escribir hasta sus últimos días.
Una de las funciones asumidas por el psicoanálisis consistió en
descifrar cómo inscribimos la herencia de las ideas y leyes de la cultura
en la dimensión inconsciente de nuestra subjetividad; del mismo modo,
se hace necesario explicar el nacimiento de este nuevo saber en el marco
de la sociedad vienesa contemporánea a Freud.
Había nacido en Freiberg (Moravia) en 1856, pero permaneció allí sólo
sus primeros años, ya que vivió y trabajó en Viena hasta meses antes de
su muerte (1939), cuando tuvo que refugiarse en Londres debido a la
persecución nazi. Su relación con esta ciudad había sido siempre
contradictoria, una relación de amor-odio que finalmente se resolvió en
amor, cuando no aceptaba partir, aun estando en peligro. Se había pasado
la vida criticándola y aspiraba a poder marcharse algún día. París o
Roma estaban en sus pensamientos. No obstante, valoraba esa época de
florecimiento en todos los ámbitos de la cultura, la economía, la banca,
la arquitectura, así como de la literatura, la música y el arte en
general. El psicoanálisis vio su nacimiento en un mundo que parecía
satisfacer las expectativas intelectuales y espirituales de la
población; todo ello pudo propiciar las condiciones para el surgimiento
de su gran pregunta en torno al deseo como inherente a la condición
humana, más allá de la satisfacción de las necesidades.
La declinación del imperio austrohúngaro coincidió con el nacimiento
de una nueva modernidad, con figuras tan relevantes como Kokoschka y el
simbolismo de Klimt
en la pintura; en la escritura, Musil, Schnitzler y Hofmannsthal;
Mahler y Schoenberg en la música; Karl Kraus y luego Wittgenstein con la
teoría del lenguaje.
Pero si bien la sociedad se modernizaba, mantenía una monarquía en la
que el antisemitismo iba creciendo y donde Freud siempre sufrió la
falta de reconocimiento. Aun así, se identificó ampliamente con las
paradojas de Viena.
Freud recibió una educación abierta a la filosofía de las Luces, le atraía la ciencia positiva, Goethe, poeta y científico
El esplendor de la ciudad transmitía una especie de exaltación de los
sentidos, con la ligereza de sus valses, las tertulias de sus
concurridos cafés o el arte desbordante de los monumentos barrocos. Sin
embargo, guardaba en su seno otra oscura realidad: en sus calles también
se podía ver que la miseria iba en aumento, la población sufría enormes
penurias, la prostitución estaba en auge, proliferaban los suicidios en
las nuevas generaciones de intelectuales.
Freud vivió en esa Viena a dos velocidades, en la transición convulsa
de finales del siglo XIX y principios del XX; de haber sido la ciudad
europea cultural y artísticamente más avanzada y luminosa, a pasar a un
periodo que negaba su identidad tradicional. El surgimiento de las
nuevas tendencias no lograba serenarla, era una época de inquietud, con
una pregunta abierta sobre el destino de la civilización que
trágicamente se pudo constatar más tarde.
Freud participó en todas las expectativas, se relacionó con todas las
personalidades de su época, pero, fiel a su formación, prefería el
clasicismo al modernismo. Sófocles, Shakespeare, Goethe, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel
ocupaban un lugar importante en su historia y en su corazón, como quedó
reflejado en toda su obra. Aunque él nunca rehusó conocer las nuevas
tendencias y se vinculó con la cultura emergente.
Había recibido una educación abierta a la filosofía de las Luces, le
atraía la ciencia positiva; Goethe, poeta y científico al que siempre
admiró, guio sus pasos al comienzo de su formación, y cuando estudiaba
Medicina en la Universidad de Viena siguió el modelo biológico de Darwin.
Siendo ateo de educación, era un asiduo lector de la Biblia, asistía a
las clases de fisiología de Ernst Brücke y al seminario de filosofía de
Brentano sobre Aristóteles.
Nietzsche
había dejado su huella en Viena con la propuesta de alejarse de un modo
de pensar fiel al orden racional. Freud conocía sus ideas, pero no
quiso profundizar en su obra hasta 1900, temía la influencia de su
pensamiento en su producción científica, ya había escrito La interpretación de los sueños
y descubierto la irracionalidad de las producciones inconscientes.
Temía y deseaba encontrar en el filósofo todo lo que quedaba “mudo” en
él, un lenguaje apasionado y explosivo con el que se había identificado,
porque le era propio.
A Wittgenstein le unió su modo de pensar, si bien nunca llegaron a
conocerse. Ambos causaron un efecto subversivo sobre la psicología y la
filosofía. Freud aportó un nuevo saber, definió su objeto de estudio, el
inconsciente, como un nuevo sistema psíquico con una organización
específica, regido por leyes propias y que guarda representaciones
reprimidas de naturaleza sexual que no han tenido acceso a la
conciencia. Wittgenstein creó inéditas formas para el modo de pensar
filosófico, como si los dos buscaran aquello que no aparece en los modos
habituales de acceder al conocimiento.
Entre 1880 y 1938 Freud creó el psicoanálisis. En ese contexto
produjo su obra y vio la luz el “movimiento psicoanalítico”, un primer
núcleo de discípulos que se reunieron para oír sus conferencias y que
desembocó en la constitución de la Sociedad Psicoanalítica de Viena en
1910.
A propósito de la Primera Guerra, había escrito un trabajo, De guerra y muerte. Temas de actualidad,
donde expresaba su desilusión sobre la condición humana. Ante el
fanatismo irracional, la crueldad desenfrenada y las mentiras de sus
dirigentes, dijo: “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Poco
después, en un ensayo de 1920, explicó su teoría sobre la pulsión de
muerte originaria. Lo primigenio, ese mar de sombras que la razón no
puede dominar.
Con el avance del nazismo, su desesperanza fue en aumento, así como
el pesimismo sobre el futuro de la humanidad. Descubrió el triunfo de la
“bestialidad” sobre la razón en El malestar en la cultura, de
1930, y anticipando el advenimiento de la Segunda Guerra escribió: “…
Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las
fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil
exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben, de
ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su
talante angustiado… ¿Quién puede prever el desenlace?”.
El tono escéptico se relaciona con la situación en la que se vivía:
una profunda crisis económica, política y social; un periodo entre
siglos que puede, en cierto sentido, guardar analogía con el presente.
La interrogación acerca del porvenir, la corrupción de los políticos, la
caída de los valores de nuestra cultura actual, evocan aquella época
que, aunque no equivalente, puede ser un modelo de reflexión.
Hoy recordamos a un científico y pensador cuya dimensión espiritual,
su cultura y sensibilidad estética atravesaron todos los discursos
culturales y artísticos, la influencia de su palabra y de su
descubrimiento es insoslayable. Nos enseñó que en los rincones más
oscuros de la naturaleza humana anida el fulgor de la vida, la grandeza
del amor, la expectativa de que pueda abrirse una ventana a la esperanza
en el futuro de la humanidad.
Norma Tortosa es psicoanalista.
Miembro titular y didacta de la Asociación Psicoanalítica de Madrid,
miembro de la International Psychoanalytical Association y de la
European Psychoanalytical Federation.
Fuente: Babelia
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