Ignacio Lewkowicz entrevistado por Luis Gruss
Todo lo sólido se desvanece en la fluidez...
Rosa
Montero, la conocida periodista y escritora española, advirtió a los
entrevistadores que deben estar muy despiertos durante cada reportaje
que encaren. "Puede ser que esa sea la última vez que vean a esa
persona", señaló con acierto. Yo no sabía, cuando una tarde más o menos
reciente fui a dialogar con Ignacio, que esa iba a ser mi última
oportunidad con él. Y debo admitir que no estuve tan despierto como Rosa
Montero aconsejaba. No estuve, como se dice, a la altura de las
circunstancias. Me llamó la atención, eso sí, la manera que tenía el
hombre de responder a mis preguntas. Me sorprendió porque antes de
contestar el tipo reflexionaba, una actitud para nada habitual en los
diálogos periodísticos aún con pensadores, filósofos y gente
acostumbrada al trabajo intelectual. Y, también, porque sus respuestas
eran, por sobre todo, una andanada de nuevos interrogantes. Recuerdo,
por ejemplo, que cuando le pregunté sobre la vieja idea de cambiar el
mundo esa que él y yo y tantos sosteníamos en otras épocas, me replicó:
"¿es que acaso existe, entre tantas situaciones disímiles que vemos
ahora, una cosa única y sola llamada mundo?". Yo, medio en broma medio
en serio, y aún sin abandonar del todo mi estado de somnolencia (la
entrevista se concretó a la hora de la siesta) deslicé: "entonces no hay
futuro". Y él, casi susurrando, respondió: "lo único que sabemos del
futuro es que será distinto al presente". Lo que sigue es apenas una
parte de la entrevista original. Le quité aquellos tramos demasiado
vigentes entonces y que hoy perdieron interés. Entiendo que leer una
entrevista a alguien que ha muerto es algo por lo menos extraño. Las
palabras quedan saltando como restos vivos de un naufragio. Uno las mira
casi con la misma angustia del que se ve en un espejo que ha reflejado a
una multitud de seres que ya no están. Aceptemos, entonces, que este
reportaje es un espejo antiguo donde todavía resuenan voces e ideas que
creíamos para siempre apagadas.
L.G. Escribiste
hace poco que la noción de crisis -concebida como un modo de transitar
hacia otras formas de organización o de desorganización de la
experiencia- ya no alcanza para concebir el grado de radicalidad de
cierto nuevo modo de ser y existir. Incorporaste entonces el concepto
extremo de catástrofe. ¿A qué te referís exactamente con la nueva
denominación?
Llamo catástrofe no sólo al derrumbe de
todo un conjunto de instituciones, no sólo a la caída, sino al
desfondamiento del suelo sobre el cual el edificio social se apoya; es
algo así como el advenimiento de la era de la fluidez, lo cual no
significa que todo sea calamitoso, es, sí, un cambio muy drástico en las
condiciones de experiencia. En medio de esa circulación surgen
cohesiones, no es pura dispersión, hay fenómenos de aglutinamiento
absolutamente sorprendentes. Hablo de fenómenos que resultaban
imposibles de concebir en el medio sólido.
Por ejemplo cuáles.
Hablo,
por ejemplo, de todo el entramado que se organizó alguna vez entre
nosotros. Hablo de los cacerolazos, de las asambleas de barrio -ya en
vías de extinción-, de la relación entre vecinos y la ocupación y puesta
en funcionamiento de las fábricas abandonadas. Esas fábricas que de
repente pertenecen más al barrio que al gremio o a una clase; es como si
en el medio fluido se pudieran producir conexiones entre puntos que
estaban muy lejanos y a su vez se pudieran producir separaciones entre
puntos que estaban como soldados.
Hablás de la era de la fluidez.
Para
mí lo propio del medio fluido es que la conexión entre dos puntos
cualesquiera es siempre contingente: nunca está asegurada. Como las
parejas, como la vida, como todo. De repente en una reunión barrial a
alguien se le ocurrió que una compra comunitaria los podía poner en
contacto con un conjunto de verduleros pero también que los podía
contactar con los que suelen estar de guardia en el hospital los
domingos y que se puede armar un hilván muy fino pero decisivo. Son
ámbitos muy distintos que por razones equis se cohesionan; el
agrupamiento se da por problemas compartidos y no porque todos estábamos
encuadrados. Lo que tenemos en común es un problema y no una identidad.
La
lectura que estás haciendo de algunos hechos que los argentinos vivimos
a partir de diciembre de 2001 parece diferir de la visión marxista,
clasista, convencional.
Es posible. Pero si vamos a
hablar del marxismo hagámoslo en serio. A mí me impresionó mucho cómo
después de las revoluciones de 1848 Marx decide volver a pensarlo todo
de cero. Un amigo mío dice que la diferencia fundamental entre los
intelectuales franceses, italianos y nosotros es que ellos toman sus
coyunturas como grandes temas de pensamiento. Y nosotros también,
tomamos sus coyunturas como grandes temas de análisis. O sea: miramos
siempre hacia fuera y jamás hacia adentro. La coyuntura crítica que
atravesamos en la Argentina hace unos años obliga a pensar las cosas de
otro modo. Y ver cómo las coyunturas van cambiando el modo de pensar de
quien las piensa. La experiencia post cacerolazo —también la de los
piquetes- la post post dictadura, es una serie de experiencias de
cohesión, agrupamiento y pensamiento que realmente nos provoca y nos
conduce a pensar las cosas de otro modo.
¿Proponés que cerremos los libros por un rato?
Me
da la impresión de que cuando uno pasa a lo real la biblioteca se
calla. Mejor ponerse a pensar de nuevo al pie de lo que pasa y no al pie
de la letra. Eso por un lado es una bendición (porque pasan cosas) pero
por otro lado es una maldición (porque vuelve obsoleto todo lo habías
pensado antes). Daría la impresión de que la acción instituye una
subjetividad nueva, distinta a la que estaba. El piquetero de hoy no lo
era ayer, el que sale a la calle reclamando más seguridad o empleo o
mejores hospitales no hacía eso en otros tiempos. Muchas madres de Plaza
de Mayo eran, antes, simples amas de casa, sin mayores preocupaciones
sociales o políticas.
¿Cómo entran en esta perspectiva los
nuevos relatos históricos? ¿No podríamos inferir acaso que la tuya es
una ficción orientadora, una más entre tantas?
Esa
pregunta no admite una única respuesta. Yo podría decir que
históricamente las ficciones que toman los hechos constitutivos los
hacen devenir como tales. Es como si las ficciones generaran el objeto y
le dieran un sentido. Pero realmente no sé si el modo actual de
producir sentido es vía el relato y la ficción. No sé si en medio de la
fluidez no cambia decisivamente el modo de producción de sentido. Me
parece que el cambio es más drástico que el cambio de un relato por
otro. Yo veo más el pasaje de una producción de pensamiento en términos
de relato a una producción en términos de situaciones, lo cual para el
historiador es un garrón atómico. Nosotros somos más relatores que el
gordo Muñoz. Pero desde el punto de vista ya no del oficio sino desde la
percepción de una novedad, es interesantísimo. En ninguna de las
situaciones actuales se arma un gran relato que le de sentido a la
situación vigente. Los relatos surgen más bien desde la gente misma, y
pensando, que al revés. Es como si se pensara de este modo: dado que no
sabemos adónde vamos, no tenemos por qué saber de dónde venimos. Apenas
tenemos que pensar en dónde estamos.
¿Cambia también, en este contexto, la función del historiador?
La
función del historiador... Admitamos que los historiadores nunca fuimos
demasiado imprescindibles. Ahora, existe una función que yo
descaradamente quiero copiarle a Marx que es la de, metido en un
movimiento, pensar qué es lo que está activo y qué está agotado. Armar
una historia no para establecer la secuencia del origen sino para cortar
con ese origen y ver qué se produce como novedad. Marx ha estado
siempre tratando de ver qué sigue vivo y qué está agotado. Historizar es
dejar caer. Hay una frase con la que empieza el 18 Brumario que todo el
mundo cita: Hegel dice que los hechos decisivos de la historia ocurren
dos veces. Marx dice que Hegel se olvidó de anotar que si bien es así,
la primera ocurre como tragedia y la segunda como farsa. A mí me da la
impresión de que Marx, cuando se pone a hacer historia, trata de evitar
que se produzca la segunda como farsa, evitar que opere el poder
represivo de la tradición o la repetición. El dice: el peso de las
generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de las
generaciones vivas. Y que hay que hacer historia dejando caer. Y
conseguir que la novedad se instituya no por su procedencia sino por el
modo en que está tramada hoy. En ese sentido toda esta dispersión de
fenómenos que vemos en el mundo de hoy lleva a pensar cómo se construyen
hoy esos sucesos. Ponerse a pensar de dónde vienen esos fenómenos, en
cambio, es, a mi entender, perder el tiempo.
Cuando las
asambleas barriales aún estaban vivas, algunos investigadores, pienso
por ejemplo en José Pablo Feinmann, se animaron a intentar comparaciones
con la asamblea ateniense. ¿Fuiste parte de ese grupo?
No
tanto. Pero es verdad que mi pensamiento pasó por el mundo griego. Yo
creía que sabía mucho de este tema porque estudié durante largo tiempo
la dinámica de la asamblea ateniense (pese a que hice mi tesis sobre
Esparta). Es interesantísimo porque los griegos inventan a la vez, en el
mismo siglo, la política democrática, la tragedia, la historia y la
sofística. Son como distintas herramientas para pensar una subjetividad
políticamente libre. Durante mucho tiempo pensé la política de asamblea
en términos de democracia directa frente a la representativa. La
asamblea ateniense, cuando se reúne, es soberana ya que no existe poder
alguno, en el cielo y en la tierra, que pueda decirle qué puede y qué no
puede hacer; el estado siempre me había parecido como una condición
externa que limitaba el poder de las asambleas. Lo que trabajosamente me
di cuenta en tiempos de las asambleas barriales es que aquí el estado
no sólo limitaba el poder de las asambleas diciendo esto se puede y esto
no. Las limitaba más cuando las asambleas se dirigían al estado como el
interlocutor principal, es decir, que una cosa es que no haya ningún
poder sobre la asamblea y otra cosa es que la asamblea no cuente con
ningún órgano de ejecución distinto a ella misma. Para mí lo más
importante es que la gente reunida, si realmente quiere pensar
libremente, prescriba solamente tareas que pueda cumplir.
¿Por qué pensás que el fenómeno asambleario terminó prácticamente deshecho?
Permitime,
antes, hacer una digresión. En todos los libros de historia la idea de
polis se traduce como ciudad-estado. Nuestras categorías políticas
modernas están acostumbradas a distinguir entre sociedad y Estado, y
entonces quieren reconocer en la polis esa diferencia, por eso dicen que
están fusionadas. El Estado aparece en el ocaso de la Polis.
Aristóteles dice: pasamos de la soberanía del demos a la soberanía de la
ley, es decir, hay una ley por encima del demos. Ahí es donde la
asamblea se autolimita en nombre de un poder trascendente. Pienso que
acá las asambleas se empezaron a debilitar cuando comenzaron a postular
tareas que no podían cumplir: repudiar el Fondo Monetario, declararse
contra el hambre como si se tratara de soplar y hacer botellas,
convertirse en virtual fuerza política, en fin, tareas todas que no
estaban pensadas desde la asamblea y que, por otra parte, eran
irrealizables en ese marco.
¿Y aquella idea tan atractiva y frustrada de que se vayan todos?
Yo creo que una de las tareas que en su momento se dieron las asambleas fue interpretar qué significa el que se vayan todos.
Podían por un lado pensar que ese lema es objetivo y literal: tenemos
la lista de los que se tienen que ir. Hay otra interpretación según la
cual la consigna resulta sumamente ambigua. Entonces le deja al que la
enuncia la libertad de darle un sentido y sostenerlo. Por ejemplo hace
un tiempo vino de Ernesto Laclau una interpretación lacaniana: él decía
que esa consigna llama al totalitarismo; el todos es imposible
porque hay al menos uno, lacanianamente, que se exceptúa del todos. Sin
embargo la consigna decía también "que no quede ni uno solo". Mejor
sería considerar que todos ya se han ido de nuestra subjetividad. No son
los usurpadores de un lugar potente: ese lugar se disolvió en el
fluido. Y lo que hay de potencia es lo que está en la gente misma, no
está en otro lado. Lo deseable sería que el estado cayera como condición
subjetiva del pensamiento político; a partir de eso se pueden tramar
otros lazos, otras potencias. Pero si alguien soñaba con que las
asambleas o cualquier otra entidad por el estilo hubieran sustituido al
estado, ese tipo sabe muy bien cuán perdido estaba. Una cosa es que los
movimientos populares sean recipiente de nuestra ilusión. Muy otra es
que sean un espacio habitable en el cual uno pueda devenir otro con
otros.
¿A qué te referís con la idea de espacio habitable?
Hace poco, con un arquitecto, sacamos un libro titulado Arquitectura plus de sentido.
La idea que planteábamos ahí es que un espacio es habitable solo si
pasan dos cosas: el que lo habita se altera por habitarlo y el espacio
se altera por ser habitado, o sea, si permite deformaciones de los dos
lados. Por eso me parece que los espacios que aparecieron después del 19
y 20 de diciembre de 2001 fueron espacios habitables como no lo fueron
los partidos, como no lo fue el Estado, como no lo fueron las
organizaciones sindicales y ningún organismo ya constituido.
¿No estás idealizando a un movimiento acabado? Convengamos que ya no queda casi nada de nuestro pequeño Mayo Francés.
A
ver: mi impresión es que, una vez desvanecido el Estado, nosotros
pasamos a oscilar entre momentos muy intensos de encuentro y momentos
muy desoladores de aislamiento. Antes de la oleada neoliberal no tuvimos
colectivamente momentos tan grandes de desolación. Pero tampoco tuvimos
estos momentos de encuentro en que uno siente que la cabeza nos
funciona a mil. No recuerdo quién dijo que nada nos angustia tanto como
la velocidad con la que se nos escapa el pensamiento. Y a mí a veces me
da esa impresión: se piensa más de lo que mi cabeza puede pensar. La
gran lección que nos dejó Heródoto, el primer historiador, es que el
investigador está obligado a registrar lo que no comprende. Eso es lo
opuesto a la actitud militante que consiste en anotar solamente aquello
que se entiende y se aprueba y borrar todo aquello que no se entiende y
no se aprueba.
¿Puede esbozarse una teoría de lo ocurrido aquí?
Prefiero
pensar que no. No hay, por ejemplo, una teoría del piquete o de lo que
fueron las fugaces asambleas de barrio. Son, o en algún caso fueron,
formas indeterminadas, no consagradas como la huelga o las marchas de
protesta. La gran provocación que ese movimiento le puso a las teorías
es que lo que ocurre está absolutamente abierto; yo recomendaría a los
intelectuales como yo que cierren los libros por un año, digo, una
especie de default bibliográfico. Los libros esperan siempre.
Mejor meterse en el movimiento de pensar con lo que se está pensando y
no tratando de aplicar una teoría. Es como si algo de la vanidad
intelectual estuviera saludablemente cayendo.
¿Sirve el marxismo hoy como instrumento de análisis?
Creo
que ya le sacamos demasiado jugo a esos libros con barba; los leí, los
conozco, los tengo en cuenta. Pero hay algo del pensamiento avaro que
quiere conservarse frente a las circunstancias cambiantes. Y yo tengo la
impresión de que el marxismo ya devino sentido común, las ideas de
lucha de clases y plusvalía ya están en el lenguaje. Yo no necesito leer
a Aristóteles para pensar en la idea de sustancia y accidente: eso ya
está incorporado por la cultura. Gramsci decía que el destino de la
filosofía es inscribirse en el sentido común. El marxismo ya está
inscrito en el sentido común; pero podría haber un empecinamiento en
hacer valer las categorías de análisis nada más que para no
sacrificarlas. Yo leí una carta de Marx, no sé a quién, donde dice que
como no sabemos qué porvenir nos espera, lo único que nos queda es una
crítica despiadada del presente. Y esa crítica no se asusta ni siquiera
de sus propias conclusiones.
En algún momento el marxismo fue visto como la gran teoría de la historia y sus evoluciones.
Una
cosa es pensar que el marxismo es una teoría de la historia y otra es
pensar que el marxismo es el nombre bajo el cual se articularon algunas
prácticas revolucionarias. Que el marxismo tenga vigencia como teoría de
la historia sin articular prácticas de transformación no tiene el menor
interés. Sería una vigencia teórica que al mismo marxismo no le
interesaría en lo más mínimo. Sería un pésimo destino para un tipo como
Marx que dijo que los filósofos habían interpretado el mundo cuando de
lo que se trata es de transformarlo. Que el marxismo siga vigente para
interpretar las realidades y no para transformarlas sería como decir que
no sigue vigente. Sería, para decirlo con otras palabras, el síntoma de
salud de una enfermedad incurable.
Vivimos en una época que, por momentos, también pareciera incurable
Habría
que ver. Esta es una época donde, por un lado, hay condiciones ideales
para la libertad de pensamiento en el sentido de que los grandes
instituidos vacilan. Por otro lado, el grado de devastación es tal que
uno no puede darse el lujo de no pensar. En una reunión reciente alguien
dijo: "los chicos se mueren de hambre, no tenemos tiempo para pensar".
Yo diría que justamente porque los chicos se mueren de hambre no podemos
darnos el lujo de no pensar. Porque si se están muriendo de hambre es
porque todas las recetas que teníamos resultan inoperantes. Entonces hay
que pensar, no es un lujo es un instrumento de primera necesidad. El
que en medio de la catástrofe no pueda pensar su vida cotidiana, su
trabajo, sus afectos, lo va a pagar o con delirios o con el corazón el
cuerpo- o viendo cómo se va desamarrando de los demás. Pensar juntos y
no suponernos desde lejos; si hacemos esto último naufragamos.
Sería un pensamiento estéril.
Por
supuesto. Yo siempre digo que un lugar donde se labura mucho es un
laboratorio, un lugar donde se mea mucho es un mingitorio y un lugar
donde se supone mucho es un supositorio. Y suponer mucho es no pensar.
Por eso digo que hay algo de la teoría que hace suponer demasiado y
percibir poco. Y ahí yo tengo la impresión de que lo que está sucediendo
en la realidad real habla a los gritos. Y que si no se lo escucha es
porque se le está prestando demasiada oreja a los libros ya escritos.
¿Coincidís con los que hablan de cambiar el mundo sin tomar el poder?
La
idea está buena...Pero no creo que, pensada a fondo, exista una
realidad llamada el mundo que sea modificable. Hay situaciones y en cada
situación lo que cambia es la situación y la subjetividad que la
habita. Después si uno quiere mirar la totalidad como mundo (colocado en
el portal de Dios) y pensar en que se puede cambiar...No sé. A mí la
idea de cambiar el mundo me parece demasiado estatal. Me parece más
razonable y activo transformar las situaciones.
Cambiar la vida.
Ahí
me gusta más. Porque, ¿qué interés tiene cambiar el mundo si no podés
cambiar la vida? Los espacios habitables no cambian "el" mundo que es
una entidad divina sino "un" mundo que es una entidad humana. En el
pasaje de cambiar nuestra situación a cambiar el mundo estoy poniendo
unas exigencias herederas del pensamiento estatal que me quitan el
devenir, la posibilidad de transformarme transformando algo a mi
alrededor.
¿Y la Argentina?
Lo más
interesante de nuestra situación es que está indeterminada. También la
cohesión de los pactos de poder está indeterminada. Hay un quiebre total
en el pacto menemista de dominación. Si le sacás el mango al martillo
que se cruza con la hoz queda un signo de interrogación. El sistema de
negocios que era el menemismo estuvo ligado a la primera oleada
neoliberal, la de las privatizaciones. Eso ya está acabado. Ese sistema
de enriquecimiento basado en el desguace del Estado ya está agotado. Al
menos esta vez la historia no se repite. Veremos qué sigue. Y entonces
volveremos a pensar.
(Publicado en la revista Campo Grupal Nº 56 - mayo de 2004)
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