3 de febrero, 2016
A diario se cuestiona qué aprenden los chicos de hoy y qué debe enseñar la escuela, si alcanza con enseñar cierta información, objetivo loable para otro momento histórico o es necesaria una nueva mirada por sobre la institución educativa.
Monteigne planteaba: “vale más una cabeza bien puesta que una cabeza repleta”; frase a la que Edgar Morin agrega: “una cabeza bien puesta es una cabeza que es apta para organizar los conocimientos y de este modo evitar una acumulación estéril. Para ello es ineludible el desarrollo de la aptitud para contextualizar y totalizar los saberes se convierte en un imperativo de la educación” En definitiva, desde hace muchos años, se cuestiona la escuela, la cual sigue bajo paradigmas antiquísimos.
Para los tiempos que corren, se requiere de un pensamiento complejo, un pensamiento que examine su metodología y sus puntos de vista y que pueda reflexionar sobre ellos; no lineal, sino que sus articulaciones abarquen múltiples sentidos y direcciones. Según Lipman este tipo de pensamiento es la combinación de lo conceptual con lo procedimental y es convergente y divergente y, principalmente, se vehiculiza a través del lenguaje, pero no como diálogo de palabras, sino de estilos de pensamiento, de perspectivas epistemológicas y metafísicas.
El pensamiento complejo en la escuela le implica al docente hacer un proceso metacognitivo, lo cual lo convierte en crítico y reflexivo. Con esto, hago referencia al proceso de reflexión sobre contenidos, valores, contexto, aspectos técnicos y los propios procesos de pensamiento; supone leer críticamente la realidad y tomar decisiones ante rutinas, incidentes, situaciones problemáticas y dilemas a fin de poner en acto teorías vulgares y científicas para construir el conocimiento profesional.
Sanjurjo (2003) sostiene que hay múltiples actividades escolares que favorecen el desarrollo de las capacidades metacognitivas. Algunas de ellas como discutir las estrategias con los alumnos, solicitar argumentación de sus juicios, confrontar ideas previas con situaciones problemáticas, ejercitar la autoevaluación, el trabajo en redes conceptuales, predecir soluciones, son algunas de las posibles pautas de acción para trabajar en la clase.
Sin embargo, no es posible desarrollar el pensamiento crítico en el alumno, si no se cuenta con un profesor que genere para sus propias comprensiones esta manera de pensar. Litwin (1997) plantea que no se trata de una estrategia cognitiva que pueda enseñarse fuera de los contextos de las actuaciones compartidas en la escuela. Tampoco podremos imprimir en el currículo un punto que anticipe u otorgue la resolución del pensamiento crítico. La enseñanza es un proceso de construcción cooperativa y, por lo tanto, los alcances del pensamiento reflexivo y crítico se generan en el salón de clase con los sujetos implicados.
Por tanto, ser buen profesor no implica tener cantidad de información, sino distinguir cómo emplear lo que se sabe, cómo acceder o cómo manejar la información, cómo aprender más y, por sobretodo, realizar actividades metacognitivas con los conocimientos adquiridos.
Enseñar es mucho más que hacer estudiar de memoria datos e información vacía de un manual o de fotocopias roídas; involucra proponer problemáticas variadas y distintas posibles soluciones. En definitiva, implica abrir la clase a diferentes abordajes, que no siempre es el de quien enseña; pero, para ello, necesitamos de docentes preparados en su propia disciplina, en la didáctica específica y con una visión multicultural respecto de los sujetos con quienes trabaja. Nada más, ni nada menos.
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