Miércoles, 18 de junio de 2014
La tragedia que desencadenó Silvio Díaz no operó aún como ejemplo para mejorar, de modo que algo así no vuelva a pasar.
El accidente de tránsito provocado por Silvio
Díaz, que se cobró la vida de Juan Manuel Martínez Zurbano, nos conmovió
a todos. Pero creo que la tragedia vial todavía no nos sirvió para
mejorar, cambiar y que algo así no vuelva a ocurrir: seguimos pasando
semáforos en rojo, estacionando donde no corresponde, impidiendo el paso
a los peatones, etc. Nos escandalizó y nos dolió la muerte de un niño
ocasionada por un asesino al volante, y no es para menos: un tipo
manejando a 134 kilómetros por hora, pasando en rojo, por una calle
frente a una escuela, en horario de ingreso de alumnos, con dos gramos
de alcohol en sangre y bajo los efectos de cocaína. Pero también
deberíamos comenzar a indignarnos cuando vemos infracciones que ya
naturalizamos en la vía pública, donde el respeto por el otro es una
excepción. Alguien me dijo una vez: “El paranaense es una gran persona,
hasta que se sube a un auto”. Triste frase, que podemos corroborar a
diario.
La conducta criminal de Díaz tuvo algunas cosas de lo que
hacemos en las calles. Como cada crimen y cada atrocidad que ocurre
entre nosotros, que refleja lo peor de lo que somos como sociedad. No
digo que todos los que cometen una infracción sean asesinos. Son
infractores, pero que en suma crean las condiciones en las que actúan
los asesinos. Del mismo modo en que matan los femicidas a las mujeres,
lo hacen en un contexto social donde el machismo es algo naturalizado; o
cuando alguien resuelve un conflicto a los tiros, lo hace en una
sociedad donde la violencia se ejerce constantemente pero de otras
maneras más sutiles o menos visibles.
Hay una gran hipocresía: el que muchas veces pasó semáforos
en rojo y manejó luego de beber varias copas en un asado, se horrorizó
con la conducta de Díaz. Y está bien. Pero debería por lo menos en voz
baja o solo en su consciencia plantearse una mínima autocrítica de lo
que hace cuando conduce. Lo más fácil y lo más inútil sería pensar que
Silvio Díaz es un monstruo o un demonio que de un día para el otro
apareció y mató a una criatura. En realidad, pienso, es un criminal que
debe pagar con la cárcel por la tragedia irreparable que causó, sobre la
víctima y sobre toda su familia, sus amigos, sus compañeros y maestras
de la escuela. Pero hagamos el ejercicio de ver qué hicimos para dar
lugar a que esto ocurra. No digo hacernos responsables por la muerte,
eso sería un delirio, sino ver qué pasó para que Díaz haya podido para
matar tan fácilmente como lo hizo, qué faltó antes para evitarlo. Entre
muchas cosas, podríamos decir controles de tránsito, porque un tipo
anduvo en la madrugada conduciendo un auto en esas condiciones como si
nada.
No podemos dejar de ver tampoco que el auto se convirtió en
el elemento de más valor en la sociedad. Simbólicamente, superó en
valor a la vivienda propia. Esto puede partir desde lo que fue la
explosión en ventas de automóviles en los últimos años en el país, a
merced de las necesidades de las automotrices, y un modelo ahora en su
agotamiento, que crearon una obsesión: las publicidades de los autos,
destinadas en un 90% a los hombres, nos dicen y nos convencen
simplemente que no somos nada si no tenemos qué manejar por la calle. Y
una vez que nos ponemos al volante entran en juego las peores ideas:
frenar ante la luz amarilla del semáforo es de pelotudo; dejar pasar al
que viene por la derecha, es de maricón; dar el paso al peatón es
rebajarse a su condición de “gil que anda a pata”; estacionar donde no
corresponde o en doble fila es ser un vivo bárbaro que tiene prioridades
más importantes que el resto; andar rápido es de canchero; sobrepasar
en una curva o con doble línea amarilla, es de macho que se la aguanta.
Una imagen cotidiana de esto es la de una discusión de
tránsito cualquiera, donde hasta el conductor que tiene la más obvia
culpa, en lugar de pedir disculpas se enoja, insulta y amenaza al otro.
El auto pasa a ser ese elemento fálico por el que ceder o respetar al
otro significa un deshonor, una denigración o un ataque a la virilidad.
Qué bajo hemos caído.
Algunas cosas para pensar, para poder ser mientras manejamos un poco más parecidos a lo que somos en otros momentos de la vida.
Fuente: Diario Uno Entre Ríos
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