Tuve el privilegio de conocer personalmente en 2007 a Fernando y
tratar de aprovechar en algo al menos, su gran sabiduría. Como leal
discipulo de Pichon-Rivière, en sus conferencias y seminarios siempre lo
tenía presente como "su maestro". Pero Fernando no solo se quedó con
aquellas enseñanzas, sino que desarrolló un pensamiento propio e hizo
grandes aportes a la Salud Mental Popular en Argentina. Fué perito de
parte acompañando a las Abuelas de Plaza de Mayo en su lucha por
recuperar los nietos, acompañó en Neuquén ese hermoso proyecto de
inclusión social de la niñez que es "Barriletes en Bandada" y venía
trabajando comprometidamente con sus 80 y pico de años en el Gran Buenos
Aires por la promoción humana integral de los compañeros más
desposeidos y luchó siempre contra la "crueldad" desmitificándola en la
cotidianidad
de los argentinos. Fué un grande con todas las palabras... y entre otras
cosas nos enseñó a trabajar con una "herramienta de terapia social muy
operativa: EL MIENTRAS TANTO... que tomó de una Mujer Mapuche". Para mí en lo personal me sirve de guía en el trabajo con PERSONAS EN SITUACION DE CALLE que
comparto con un grupo de jóvenes que son testimonio vivo de que LA
LIBERACION ES POSIBLE.
Comparto con Uds este articulo de Pag. 12 sobre FERNANDO ULLOA. Saludos: Hugo García.
Jueves, 12 de julio de 2012
El legado conceptual de Fernando Ulloa se acrecienta con la reciente publicación de estos textos póstumos: en ellos relaciona la búsqueda del poder, en Nietzsche, con la de la felicidad, en Aristóteles; cita la fórmula desarrollada por una mujer mapuche; vuelve sobre el enigma de la crueldad y discierne dos formas muy distintas de saber. Todo, en el marco de “inscribir plenamente la salud mental en el campo de la cultura”.
Fernando Ulloa, psicoanalista (1924-2008).
Por Fernando Ulloa *
Nietzsche escribió: “El hombre no busca la felicidad, busca el
poder”. Curiosamente, la concepción del poder en la que se afirma el por
entonces joven filósofo traza una propuesta de felicidad, la de vencer
los obstáculos personales que impiden quererse a sí mismo. Por esos
tiempos en que afirmaba sus ideas sobre el poder, Nietzsche sufría por
una dama que no le otorgaba su amor; quizá fue por eso que llegó a negar
la felicidad como búsqueda humana. En acuerdo con esa propuesta, tiene
poder quien logra vencer los obstáculos personales que le impiden
quererse a sí mismo, un poder que no resulta opresivo ni para sí ni para
el otro. La palabra übermenschlich figuraba entre paréntesis en aquel
texto en su valor de adjetivo. En lengua alemana reenvía a un sujeto
humano sin faltas morales, con coraje y fuerzas para trascender a través
de los hechos (debo este conocimiento a Amalia Baumgart y su lengua
alemana);
quizá porque tales cualidades parecían sugerir aquellas del hombre
nuevo del futuro, esa palabra vino a designar al superhombre: ya el
joven filósofo había quedado atrás.
Lo que me importa señalar en la manera como Nietzsche aborda la
cuestión del poder es que su comentario, según lo entiendo, se refiere a
una voluntad de hacer y de trascender que no encuentro demasiado
alejada de mi propuesta en cuanto a la tensión dinámica hechura/hacedor
como motor social, con la fuerza suficiente para ser considerada
contrapoder, siempre en sentido de poder hacer en lo inmediato, más allá
de lo que habitualmente se conoce como la toma de poder, algo por lo
demás totalmente legítimo en política, cuando ésta acredita esa misma
legalidad, es decir, cuando apunta a una organización social democrática
que, además, sea cierta.
No descarto que la ilusión me traicione, pero todo esto es lo que
quiero significar cuando digo que ese operador actúa “con toda la mar
detrás”, valga esto por lo que en la numerosidad social se fue
produciendo en cada sujeto singular, y de hecho contextuado, pero
alineado en el mismo proyecto. Desde ahí podrá hacer intervenir el
contrapoder suficiente para operar “mientras tanto”. Tal vez al lector
le resulte extraño el entrecomillado de la expresión “mientras tanto”.
La consigno así porque proviene, en esta acepción, del comentario de un
sociólogo, investigador de la pobreza actual. El mismo quedó sorprendido
por el accionar de una mujer –si mal no recuerdo, de la etnia mapuche,
pero instalada lejos de su comunidad–, quien luego de terminadas sus
changas diarias, gracias a las cuales mantenía a sus hijos, se ocupaba
de trabajar para la villa miseria donde vivía. Era así que podía luchar
por obtener la colocación de
una canilla que acercara agua potable a su barrio, para evitar a sus
habitantes largos recorridos cargando baldes, o bien organizar a hombres
y mujeres, ella a la cabeza, para mejorar una calle de tierra, de modo
que el colectivo que entraba en la villa unas pocas cuadras no se
empantanara los días de lluvia. El sociólogo al que me refiero le
preguntó un día:
–Señora, ¿por qué hace usted todo este esfuerzo a favor de la comunidad?
La respuesta fue:
–Es para el mientras tanto.
–¿Mientras tanto qué? –inquirió él.
–Mientras tanto alguien del gobierno se acuerde de nosotros, por
eso me ocupo de que nos ocupemos todos. Si no, nos cansaríamos de
esperar sin que pasara nada.
Es posible que aquella mujer careciera, o tal vez no, de un
accionar político, pero no carecía de voluntad para asumir ese
contrapoder nietzscheano trascendiendo a través de lo que hacía. Dije
poco antes que la definición avanzada por Nietzsche acerca del poder no
desmiente la felicidad, que por otra parte él recusa como fin último,
diciendo que no reside allí la búsqueda del hombre, sino en la curiosa
vía por él planteada para acceder al poder: vencer los obstáculos que
nos impiden querernos. Muchos siglos antes Aristóteles ya se había
ocupado de la felicidad, aquella descartada por Nietzsche. Según
Aristóteles, la felicidad es el despliegue de todas las potencialidades
del alma –hoy diríamos de un sujeto– sin que aparezcan obstáculos. Como
quiera que sea, para definir el poder y la felicidad, ambos filósofos
recurren a la misma palabra: obstáculos; en el caso de Nietzsche, le
acuerda un sustento específico cuando
identifica a esos obstáculos como personales. Pronto arribé a la
siguiente conjetura: la crueldad como producción cultural a la vez
antitética y contemporánea de la ternura, desde los inicios de la
civilización –de la que formaron parte Aristóteles y, corridos los
siglos, Nietzsche–, reviste distintas categorías que personalmente me
resultan útiles para orientar mi investigación al respecto. Una de ellas
es la disposición universal hacia la crueldad, en grados y en ocasiones
distintas. Es así que pienso que los obstáculos personales por vencer a
los que aluden ambos no son ajenos a esa disposición a la crueldad
cuando ésta se ha activado también contra el propio sujeto, pues esto es
lo que señalan Nietzsche en cuanto al poder, y Aristóteles, en cuanto a
la felicidad.
Quizás aclare más lo anterior si establezco una diferencia entre lo
que llamaré el saber curioso y el saber cruel (y por serlo, saber
canalla). Empecemos por el segundo, ya que es mucho más elocuente su
recorrido. Puede tratarse de un saber cruel activado frente a lo
distinto, por ejemplo, una pauta cultural. Me importa enfatizar aquí,
explícitamente, que ese saber, respecto de esa pauta cultural distinta,
perturba algún saber establecido en un sujeto cruel, tal vez poniendo en
actividad aquello de la disposición universal. Ese saber perturbador
cobra, además, un valor de absoluto, algo realmente grotesco, de donde
se infiere que el saber cruel es, nada menos, saber ignorante. A partir
de allí, el saber cruel y quien lo sostiene procurará, en primer
término, discriminar al portador de esa pauta cultural distinta. Al
mismo tiempo, mostrará fastidio –que tal vez alcance el grado del odio–
frente a quien sostiene una cultura extraña o
un saber que niega lo que para el cruel es un canon establecido.
Finalmente, si las condiciones lo permiten, traducirá lo anterior en una
supresión, ya sea de la condición de prójimo, de ciudadano o bien
–extremo no tan infrecuente– de la vida.
El saber curioso también tiene sus vicisitudes frente a otro saber o
quizás otra cultura, en la medida en que puede suscitarse allí cierta
confusión, sobre todo si algo se presenta como radicalmente distinto.
Sin embargo, y a diferencia del saber cruel, no por eso se apaga su
intento de avanzar sobre lo ignorado. Ocurre que la curiosidad es motor
del saber, motor anulado o enajenado por la crueldad, al menos en su
forma epistémica. De no activarse ese motor, la tentación será
“colonizar” lo nuevo, imprimiendo en él aquellos puntos de concordancia
con el propio saber. Lo ejemplifica algo que seguramente les debe de
haber sucedido a muchos lectores. De hecho me sucedió a mí, cuando
tempranamente, aún novato, abordé por primera vez los textos de Freud.
Sólo en un segundo momento, una vez transcurrido cierto tiempo desde
aquella primera lectura, cuando volví sobre el texto, me sorprendió
reparar que había subrayado prevalentemente lo
que me era familiar, dejando afuera lo ignorado. Cuando por fin nos
atrevemos a no descartar lo nuevo propuesto a nuestro conocimiento, es
probable que recién entonces llegue a cobrar un valor atractivo y
exótico, fermentando lo existente fermentable. A un tiempo que se va
extendiendo lo nuevo, es probable que se acreciente un conocimiento
feliz, a la manera aristotélica, así como también nuestro poder en su
condición de poder hacer, según la propuesta de Nietzsche.
Esto evoca en mí lo afirmado por Derrida en cuanto a la resistencia
autoinmune del psicoanálisis, como obstáculo al abordaje de la crueldad
(sobre todo su valor de sustantivo que alude a lo cruento, a la
condición de sangre derramada). Algo que, por otra parte, me reenvió al
valor que cobra el término en el campo médico, donde designa básicamente
los factores autoagresivos. Los obstáculos que revisten esa condición
integran esa categoría de la crueldad que sitúo en términos de
disposición universal hacia la crueldad, presente en todo sujeto humano.
Usted, lector, yo y los vecinos. Esa disposición que supone la posible
connivencia frente al sufrimiento de los otros y suelo caracterizar como
lo cruel, bajo una forma neutralizada por el artículo que precede al
adjetivo, pero con latente presencia que a veces hace costumbre. Lo
cruel habita cualquier esquina de la ciudad, y sus múltiples variaciones
siempre remiten a la muerte. Cobra
una importancia mayor considerarlo así cuando se trabaja con sujetos en
quienes la indigencia determina una muerte ya instalada.
¿Será que aquellos obstáculos por vencer para el acceso a la
felicidad, como decía Aristóteles –o al poder, según lo afirmaba el
joven Nietzsche–, realmente se fundan en esa disposición universal hacia
la crueldad, ejercida en este caso contra uno mismo?
- - -
La crueldad como sociopatía, la vera crueldad, no se limita a la
tortura. Puede muy bien reportarse a un padre de familia arrasador, a un
sistema político, a la precariedad de determinadas condiciones de
trabajo como las que se dan, por ejemplo, en el gremio de la
construcción. Algunas de esas muchas formas están socialmente
encubiertas y procuran cierto provecho económico; se genera allí el
saber canalla, discriminador, propio del vero cruel, aquel que pretende
saber toda la verdad sobre la verdad y discrimina todo otro saber que no
coincida con el suyo. Esa discriminación excluye, odia y, cuando puede,
elimina; eliminación que a su vez reconoce diferentes grados: puede ir
desde matar con la indiferencia a un sujeto hasta desecharlo como
semejante por no pertenecer a una misma clase o, en una forma mayor,
negarle la condición humana, deshumanizarlo. Encontramos un ejemplo de
ello en el genocidio al que fueron sometidas las poblaciones
indígenas o las víctimas de la represión, consideradas con frecuencia
como cosas, aunque esto no siempre ocurra así, puesto que la víctima
también puede ser admirada. Pero ya estamos en otra cuestión.
La pretensión de impunidad y el saber canalla hacen imposible, en
sus formas mayores, que un sujeto de esta calaña se analice o acceda a
algún tipo de auxilio psicoterapéutico. En efecto, mal puede alguien que
rechaza toda ley aceptar las leyes del oficio. La primera de ellas, en
cuanto a la clínica, supone establecer cómo fueron los hechos para
después ir a buscar la verdad personal.
- - -
Durante veinte años, a partir de la década del setenta, cuando
comencé a trabajar la cuestión de la crueldad en forma muy directa, en
el campo de los derechos humanos, nunca se me ocurrió abordarla desde
una perspectiva conceptual, pero sí me ocupé –a la manera de un telón de
fondo– de profundizar la metapsicología de la ternura, algo que se
despejaba para mí desde el punto de vista de sostener la vida en un
accionar clínico sobre lo tanático. Varias circunstancias muy directas
mediaron para determinarme a abordar conceptualmente la cuestión de la
crueldad, tantas veces articulada a la pulsión de muerte en su versión
más acentuada.
El mismo Freud, que desde principios del siglo pasado y durante
años trabajó la pulsión de vida bajo sus diferentes formas, sólo en el
año veinte y no sin un considerable escándalo teórico, señaló la
importancia de la pulsión de muerte. Advirtió desde un principio lo que
podría llamarse una forma sutil de dicha pulsión, haciendo su trabajo
mancomunado a la vida. Pasaron varios años antes de que, principalmente
en sus trabajos culturales y sobre todo en El malestar en la cultura y
El porqué de la guerra, se ocupara con decisión –y a la vez marcado
pesimismo– del destino cultural de la humanidad, una y otra vez arrasada
por la pulsión de muerte en sus formas más acentuadas. En estos
trabajos, Freud tenía el firme propósito de oponerse a aceptar todo
aquello que negara o enmascarara los hechos y circunstancias que
pretendía investigar. Una doble y meritoria negativa que adquiere valor
de afirmación respecto de lo avanzado en
esos trabajos “culturales”, pese a que no les asignó valor
psicoanalítico alguno. Convengamos que tampoco eran el resultado de una
intervención clínica directa sobre el campo social, de ahí mi hipótesis
según la cual Freud se ocupó en ellos no tanto del valioso concepto de
malestar de la cultura como de las características propias de un
detenido malestar hecho cultura, es decir, escribió en clave de historia
acerca de una barbarie civilizadora.
Para los psicoanalistas que trabajamos clínica y directamente en la
numerosidad social, estos trabajos constituyen, una vez resignificados,
valiosas herramientas. Una de esas resignificaciones apunta a proponer
que la idea de malestar de la cultura es un valioso concepto, aunque
Freud desarrolló bajo ese título otro: el de malestar hecho cultura. El
malestar de la cultura puede comprenderse como una tensión dinámica dada
en cada sujeto integrante de una cultura, en la medida en que es a un
tiempo sofisticada “hechura” y “hacedor” de ella. Es hechura en tanto
posterga, demora parte de su libertad –y de ahí el malestar–,
comprometido con el bien común de su comunidad; esa demora de su propio
juego libre va construyendo en él (y por sumatoria también en la
comunidad) una ética de compromiso cultural. Esta renuncia que demora
parte de la propia libertad, legitima –lejos de todo delirio libertario–
su condición de protagónico
“hacedor” de esa cultura. No sitúo esta renuncia en términos de
sacrificio, sino de estructura, de hecho social, que posterga algo de
las propias pulsiones, tal como puede entenderse desde el psicoanálisis.
Una estructura de demora específica, donde incluyo el per-humor que
conjetura futuro. Si bien aún hoy todo esto es casi una utopía, lo
propongo como algo posible de trabajar.
El dramaturgo Harold Pinter, en 1958, dijo: “No hay grandes
diferencias entre realidad y ficción ni entre lo verdadero y lo falso.
Pero como ciudadano debo preguntarme: ¿qué es la verdad? y ¿qué es la
mentira?”.
En eso, al menos, me identifico con los sabios prefilosóficos, en
especial con uno de ellos, Tales de Mileto. Estos sabios tenían tres
características; una de ellas, la de ser ciudadanos que se interrogaban,
a la manera de Pinter, por la verdad y la mentira. Se oponían, en
consecuencia, a la mitología presentada épicamente. En este sentido,
también se los llamaba “los incrédulos”, tal vez porque defendían, a
ultranza, el pensamiento racional. Eran, además, hábiles artesanos para
componer ingenios que aliviasen los trabajos cotidianos; entre esas
cotidianidades, dado que se interesaban por la comunidad, seguramente
quedaban incluidos los conflictos surgidos entre las gentes. Si respecto
de aquellos sabios se trata de una presunción, en cuanto a mi quehacer
diré que ese interés forma parte de mi trabajo como analista en la
numerosidad social. Es quizá desde ahí que pretendo identificarme con
ellos, sin ser ni sabio ni filósofo.
Con el correr de los siglos y sus debates –siempre hubo sabios y
filósofos que fueron sus portavoces, aunque no con exclusividad–, las
presentaciones mitológicas fundaron místicas no necesariamente
religiosas. Al mismo tiempo, la épica se abrió a la poiética, madre de
todas las artes. Por supuesto, como efecto de esos debates y más allá de
la racionalidad, los sabios prefilosóficos fueron tocados también por
lo irracional. ¿Será a partir de allí que se fue abriendo la decisión de
encaminarse a la epistemología o a la filosofía? Es posible.
Al respecto de decisiones y sus consecuentes acciones, Hannah
Arendt decía que sólo se puede consignar de ellas la fecha en que se
tomaron. Sostenía, y acuerdo con su afirmación, que las acciones tienden
a seguir cualquier rumbo, no necesariamente el marcado por sus
objetivos. De lo anterior se deduce una definición de la política
–elemental pero válida–, presentada en los siguientes términos: política
es un accionar sobre las acciones. También vale para el accionar
clínico. Toda una cuestión ardua cuando se reconoce que cualquier
modalidad de salud –aunque privilegio aquella que designa y resume el
término de bienestar– tiene al menos dos vertientes: la clínica
(responsabilidad de los clínicos) y la política, de hecho
responsabilidad ciudadana, con lo cual vuelvo a insistir en que la salud
mental corresponde a todos los oficios. Sin duda, en este accionar
habrá que mantenerse atento para advertir cuándo las acciones
persisten en la condición errática que Arendt les atribuye, lo cual las
aleja de los objetivos establecidos, y cuándo ese alejamiento es un
indicio de que esos objetivos no son los pertinentes y corresponde
modificarlos. Agrego así a la definición básica avanzada una importante
complejidad. Esta requiere verdadero talento político y no sólo un
arbitrario talante en quienes se proponen conducir ese accionar.
Las anteriores consideraciones me permiten señalar que en este
intento de reconceptualizar la salud mental –desde la perspectiva del
psicoanálisis–, los mayores fracasos (debería decir los mayores
obstáculos) aparecen cuando se pasa de la movilización en sede clínica a
la movilización política, ya en el ámbito de la sociedad. Lo anterior
es necesario si se quiere inscribir plenamente la salud mental en el
campo de la cultura.
* Fragmentos de Salud ele-Mental. con toda la mar detrás, libro póstumo, de reciente aparición (ed. Del Zorzal).
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